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14 diciembre, 2011

«El teatro es un juego complejo donde el público asiste a una mentira, para creer que es verdad»

Por Angie Pagnotta

 

Sus inicios fueron como actor, pero al tiempo descubrió un lugar distinto en la dramaturgia. Rafael Spregelburd, el multifacético hombre de teatro, cuenta en esta entrevista su visión sobre el panorama cultural y parte de los secretos de un oficio que le abrió puertas en el extranjero.

Sorprende que un hombre tan joven haya alcanzado galardones como el Tirso de Molina o el Premio Municipal de Buenos Aires, que haya protagonizado junto al actor Daniel Aráoz la película El Hombre de al lado, tan elogiada por la crítica y el público. Que, como si fuera poco, haya dictado clases en el exterior, y que no sólo haya traspasado las fronteras como docente, sino que además sus obras sean traducidas al inglés, alemán, francés, italiano y checo.

Luego de este breve repaso, el lector puede pensar que todo lo que toca es oro; no hay error en esa interpretación. Sin ir más lejos, hace diez días y a sala llena, se despidió con éxito de su público y de Apátrida, la obra que presentó durante el 2011 en el teatro El Extranjero. Con 41 años y una trayectoria que parece la de un actor que le dobla la edad, Rafael Spregelburd ahondará en esta entrevista los esfuerzos y virtudes de su oficio.

 

Este año recibiste el Premio Nacional. ¿Que significó en particular este premio y qué representan las distinciones que recibiste en tu carrera?

Los premios son, en un punto de tu carrera, una cosa extraña. No se puede trabajar en pos de ellos, pero como existen, es muy decepcionante no recibirlos. Su existencia suele generar mucha angustia y, a veces, estas distinciones deberían ser lo que son: un raro honor que cae encima como un rayo que bien podría haberle caído a tu vecino. Muchas veces se transforman en una zanahoria o en un mimo que lo confunde todo. Recibí muchos premios en mi carrera, y no hay uno solo que no me haya puesto contento. Inmediatamente después de ganarlos, me asaltó siempre un sentimiento paranoico: ahora, ¡a merecerlos! Eso puede ser paralizante. ¿Cómo encarar una nueva aventura teatral, desaforada, incorrecta, inesperada y arbitraria con el peso de un Tirso de Molina o un Casa de Américas en los hombros? Hay que saber relajarse mucho, ser honesto con el propio trabajo y aprender a concentrarse en él sin esperar reconocimientos, porque esto te puede enloquecer.

 

Esta pregunta también  tiene que ver un poco con los logros: hiciste adaptaciones de sus obras, sos su traductor, se conocieron ¿qué fuerza atraviesa el vínculo con el dramaturgo británico Harold Pinter?

El vínculo con Pinter fue uno de esos milagros inesperados. Antes de transformarme en su traductor para América Latina, Pinter era para mí —como para muchos— el autor vivo más importante e influyente del tiempo que nos tocó vivir. Siempre lúcido, polémico, dubitativo y enérgico, fiel a sí mismo, siempre movedizo entre las aguas mixtas de la dramaturgia, la poesía y la política, Pinter fue siempre una suerte de faro remoto, altísimo y brillante. Conocerlo personalmente, y en circunstancias que nunca olvidaré, significó no solo un placer inmenso en lo profesional, sino que tuvo además un fuerte efecto terapéutico. Yo estaba empezando mi carrera como dramaturgo en un país en el último confín del universo, y de pronto, las fronteras se me acortaron, mi obra comenzó a devenir también muy «internacional», y si bien lo uno no tiene una relación directa con lo otro, siempre me divierte pensar que adopté por fuerza al buen Harold como un padrino. Uno establece naturalmente relaciones muy intensas, profundas, duraderas con sus propios maestros, pero el vínculo con Pinter (que no fue mi maestro, sino un colega admiradísimo) es un sueño que la vida te regala muy pocas veces.

 

En cuanto al escenario del teatro actual, las obras en cartel, las críticas y también los espacios nuevos están planteando un proceso cultural que abre quizás un poco más el juego, sobre todo en los circuitos con poca difusión, ¿cómo ves esto? ¿Creés que es así o ves lo contrario?

No veo nada muy nuevo en ese sentido. El teatro porteño siempre ha tenido una gran franja de teatro independiente en la que cada grupo experimenta su capricho y sus talentos. Lo que estuvo sucediendo es simplemente un aumento en la cantidad de salas, de obras o de medios dedicados al teatro, pero no veo ninguna mejora en la relación de este tipo de teatro con las instituciones de la cultura que podrían animarse a apoyarlo más como capital cultural de una comunidad. Pese a los intentos y gestiones del INT o de Proteatro, los presupuestos anuales no aumentan en relación con ese aumento de teatristas y público; a medida que aumenta la cantidad, aumenta también la marginalidad —y con ella, el amateurismo— en ciertas zonas limítrofes de la actividad. Hay talento de sobra en la actividad, eso ya no es ninguna novedad; la proyección del teatro porteño en el mundo es generosa y radioactiva, la afluencia de alumnos extranjeros que vienen a completar aquí su formación es inquietante. Sin embargo, no aparecen políticas claras de protección y cuidado de una disciplina que —lejos de ser nociva o un derroche— puede aportar mucho a la vida de los ciudadanos.

 

Si me preguntaran a mí, para hacer periodismo prefiero la «vieja escuela», quitando quizás un poco la inmediatez —interesante pero problemática— del uso de Internet. En este sentido, ¿creés que los aportes tecnológicos para el proceso creativo y de realización teatral son eficientes o considerás que entorpecen?

En el periodismo se trata de acopiar información, verdades, reseñas: a tales fines es posible que Internet sólo aporte confusión, espejismos y distorsiones de toda índole, y es interesante suponer que la tarea del periodista deba tomar una prudente distancia. Algo de esto se aplica también al teatro, que es una forma de arte un poco anacrónica, ligada al cuerpo presente del actor, el eje ritual del sacrificio y donde toda mediatización es deformante. Pero esto es solo en apariencia: al teatro le gusta producir presente de manera exagerada, está en su naturaleza. Por ello se codea con los niveles más altos y  bajos de la cultura dominante. Internet permitió que conozcamos en Bahía Blanca a los autores búlgaros más nuevos o la globalización de modos y problemas de producción estética. Es bueno conocer las tendencias, para comprender que el teatro no es un «diseño»; es una práctica artística, de preanuncio, que trae a una comunidad de sentido algunos mensajes sumergidos en su inconciente colectivo y que aún ningún diseño o artesanía ha podido poner en los estantes del mercado.

 

Muchas de tus obras son presentadas luego en el exterior, ¿qué diferencias esenciales notás con respecto a Buenos Aires?

Muchísimas. No hay dos países, ni siquiera dos ciudades, que tengan una relación similar de poderes teatrales. Hay sitios donde el buen teatro es un gran negocio como en Londres, que se mide por la vara del éxito en el West End y donde el Estado parece estar completamente ausente de esta selección natural de talento y de discurso. Hay sitios donde el teatro es un asunto casi exclusivo del Estado, como en Suiza o Alemania, donde cada teatro público de una ciudad es el nido de vanguardia desde el cual el país irradia la cultura —como un deber público— sobre sus habitantes. Hay ciudades donde todo el teatro es fruto del ingenio de sus artífices, como Buenos Aires, y ciudades donde este ingenio logra aliarse de vez en cuando con subsidios especiales como en España, Francia o Cataluña. Yo me he visto mezclado con el teatro de uno y mil marcos diferentes, y siempre hay un poco de Buenos Aires que extrañar en cada caso, y un poco de Buenos Aires que sacarse saludablemente de encima. Puestos a elegir, Buenos Aires es para mí una especie de incómodo paraíso teatral. Lo que yo hago, el arte que he querido desarrollar, es aquí posible y no sé si lo sería de manera natural en otro entorno.

 

Para finalizar, tengo entendido que Apátrida se presentará de nuevo el año que viene, ¿prevés algún tipo de cambio o mantendrás la obra intacta?

No habrá cambios, la obra es así y volverá en marzo al espacio del teatro El Extranjero. Lógicamente, una vez que una obra encuentra su forma fija, varía alegremente cada noche con la presencia de un público que jamás se comporta de idéntica manera, es la naturaleza del teatro: un eterno work-in-progress.

 

Un verdadero hombre de teatro como Rafael Spregelburd puede decodificar un mundo fascinante y hacernos partícipes a los lectores. Su aporte a nuestra cultura es innegable, va mucho más allá de una obra de teatro. Demuestra el valor agregado del mundo escénico y la manera en que el esfuerzo posibilita realizar grandes y gigantes sueños.

 

@AngiePagnotta
Fotos: gentileza Sebastián Freire