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10 febrero, 2012

¿PLURALISMO O IDENTIDADES CULTURALES EN CONFLICTO?

 

Por: Martín Samartin

El horizonte político del multiculturalismo está expresado en un graffiti que circula por las redes sociales y que dice «Por un mundo donde quepan muchos mundos». ¿Verdadera solución o solo un modo de prolongar el síntoma? 

 

La universalidad multiculturalista

 

A mediados de la década del 90, en Estados Unidos y Europa occidental surgió el multiculturalismo como una corriente de pensamiento en reacción a la homogeneización cultural producida por la «globalización». Este movimiento se postula como expresión del pluralismo cultural, promoviendo la no discriminación por razones étnicas o de nacionalidad, la celebración y el reconocimiento de la diferencia cultural, así como el derecho a ella. Ubicado dentro de las coordenadas del paradigma pluralista, el multiculturalismo nació al mismo tiempo como un modelo de política pública estatal y como una posición ética frente a la homogeneización cultural del capitalismo tardío.

La actitud «políticamente correcta» ante el otro cultural fue inicialmente promovida en el Reino Unido, y de allí se extendió rápidamente en todo el mundo anglosajón, especialmente en el ámbito académico, que no tardó en mostrar un renovado interés por los ─así llamados─ estudios culturales, que en la década del 50 habían sido impulsados por primera vez con ese concepto.

Ya entrados en el nuevo siglo, una serie de consideraciones multiculturalistas, con ese mismo paradigma, se hicieron extensivas a nuestro continente y ambiente político: desde las propuestas latinoamericanas en relación con la autonomía y la autodeterminación de los pueblos indígenas, hasta los debates más recientes en torno a las «cuestiones de género», las que en conjunto representan expresiones situadas del proceso de universalización del multiculturalismo anglosajón. Esta tendencia encontró rápido eco en el discurso del espectro progresista y ─muy especialmente─ en el ámbito de los derechos humanos.

Tal construcción de nuevas formas de identidad en torno de rasgos particulares ha producido el efecto del surgimiento de nuevos grupos sociales de pertenencia. Sin embargo, este proceso de construcción discursiva logra ser eficaz en la medida en que ciertas tensiones necesarias ─que son inherentes a su universalización─ permanecen veladas. No debemos perder de vista el contexto posestructuralista que sirve de marco a su eficacia simbólica y en el cual, de algún modo, lo narrativo se absolutiza, eludiendo así las complejidades implicadas en la relación entre «lo real» y lo discursivo. El elemento decisivo en estas nuevas formas de identidad social (universalizadas) es el modo en que su abstracción impide el anudamiento de lo Imaginario a lo Simbólico, denegando a la experiencia compartida de la realidad un lugar para la singularidad. Por lo tanto, estas identidades, al actuar como un sustituto del «universal concreto» hegeliano, no pueden dejar de entrar en conflicto con otros universales.

Si la cohesión social de las comunidades premodernas (Gemeinschaft) se caracterizaba, por un lado, por la vigencia del derecho natural, y por otro, por la primacía de vínculos inmediatos y orgánicos de solidaridad, gestando formas de identificación primaria con el clan, la grey o la aldea, las sociedades industriales modernas (Gesellschaft) han privilegiado el interés individual y las formas de identificación secundaria (la profesión, la posición social, la pertenencia de clase, etc.) a través de la necesaria mediación del Estado-nación y el derecho positivo. Solo recientemente, con las ―así llamadas― sociedades posmodernas, nos encontramos frente a una compleja red de mediaciones que yuxtapone simultáneamente diversas formas de identidad social: étnicas, de género, religiosas, sexuales y de «estilo de vida» (pensemos, por ejemplo, en los grupos gay, vegetarianos, ecologistas, indigenistas, tribus urbanas, etc., y sus ramificaciones en subtipos: gays transexuales, vegetarianos veganos, y así sucesivamente).

Lo particular de esta nueva gama de identidades ―generalmente consideradas minoritarias― es que ni corresponden al nivel de las identificaciones secundarias (como las que regulan los vínculos de la sociedad moderna o Gesellschaft: profesión, clase social, etc.) ni constituyen un retorno a las identificaciones primarias (las que regían en la comunidad orgánica o Gemeinschaft: la familia, la aldea, etc.). Son más bien una suerte de versión de la «negación de la negación» hegeliana, quedando así doblemente determinadas. Y justamente por el efecto de esta doble determinación hoy nos encontramos con un cruce de encadenamientos simbólicos muy característico de nuestro tiempo: vegetarianos de distintas profesiones o ramas de la producción, lesbianas de distintas clases sociales, y budistas millonarios junto a budistas sub-asalariados. Propiamente hablando, lo que esta doble determinación produce es la borradura de la huella del lugar que los sujetos efectivamente ocupan dentro de la estructura productiva.

Por ejemplo, si tomamos el caso de la divulgación (y vulgarización) de la doctrina budista, tendremos la situación del empresario afable que viaja a Japón y se nutre de su «sabiduría ancestral» para tener «éxito en los negocios», o el monje que practica su culto en la Argentina mientras incursiona en actividades empresariales, como es el caso de Gustavo Aoki, quien en una entrevista al diario La Nación declaró que «no hay contradicción entre ser monje y ser empresario: los monjes trabajamos, tenemos una familia, criamos hijos. Ser monjes budistas no nos cambia la vida» (La Nación, 24/01/2010). Lo que a Aoki le faltó agregar es que los monjes también pueden explotar a algunos cientos de personas y luego «pacíficamente tomar distancia de esa realidad». Si esta versión posmoderna del «budismo» funcionara efectivamente como un universal concreto hegeliano, a algunos se les impondría el deber de adoptar una actitud de desapego hacia sus riquezas, mientras que al resto ―a la inmensa mayoría de la población mundial― no le quedaría otra opción que desapegarse de su hambre y de su indigencia. Podemos hallar múltiples ejemplos de lo mismo: los millones de excluidos del círculo de la producción y el consumo en Burundi, Ruanda o Haití, que no pueden darse el lujo de llevar una alimentación cuidadosamente vegetariana ni proteger el medio ambiente.

Lo que se pierde en la doble determinación de las «identidades de grupo minoritario» es el (auto)reconocimiento de las relaciones sociales de producción. Y esta es la razón por la cual no se trataría, en estos casos, más que de «falsos universales». Un universal concreto verdadero es la forma hegeliana del auto-reconocimiento. De esta manera, llegamos a una situación en la cual la determinación económica se disuelve en medio de una multiplicidad de mediaciones culturales que la tornan irreconocible para los propios sujetos.

Pensemos en otro ejemplo: el debate actual en torno a la legalización del aborto. ¿No se opone necesariamente la posición feminista «pura» (la mujer como «universal abstracto») a la cuestión relativa a la clase social a la que pertenecen las mujeres con embarazos no deseados? Debates como este parecen encarnar el síntoma de la tensión inmanente ―aún no abiertamente reconocida― entre la noción de «igualdad» del discurso multiculturalista y la heterogeneidad de las mediaciones que atraviesan la construcción de las identidades contemporáneas.

Por último, no es un detalle menor el hecho de que el pasaje de las mediaciones orgánicas de la Gemeinschaft a las mediaciones económicamente determinadas de la Gesellschaft se haya producido como consecuencia de las revoluciones industriales y del subsiguiente pasaje del modo de producción artesanal al modo capitalista. No ha ocurrido así, sin embargo, con el surgimiento de las nuevas identidades de los «grupos minoritarios», que se fundan únicamente en un giro hermenéutico que se superpone a la continuidad del modo de producción hasta aquí vigente.

 

Cadenas equivocadas de equivalencias

 

El horizonte político del multiculturalismo está perfectamente expresado en un graffiti que circula por las redes sociales y que dice «Por un mundo donde quepan muchos mundos». La estrategia progresista de la nueva izquierda (e incluso de ciertos liberales honestos, preocupados por los derechos humanos) parecería ser la de coordinar «todas las luchas» en una sola gran lucha. Pero esta coordinación se revela imposible tan pronto como las identidades culturales empiezan a entrar en contradicción unas con otras. Así se puede dar el caso de que el principio de autodeterminación de los pueblos originarios, cuando se trata de determinadas etnias, afirme una forma patriarcal de división sexual del trabajo. O sucede también ―exactamente a la inversa― que, muchas veces, la perspectiva de género choca con el principio de autodeterminación de los pueblos. En tales casos, el «error» no se circunscribe a cualquiera de las identidades culturales en conflicto, las cuales pueden ser perfectamente legítimas, sino a la estrategia progresista de coordinación de cadenas de identidades no equivalentes; esto es, a la forma en que el problema de la igualdad es encarado desde la perspectiva de la diversidad cultural.

Una vez más, estamos ante una situación en la cual todo este juego de «desplazamientos culturales» estériles, que se anulan unos a otros, no es otra cosa que el síntoma del abandono del análisis central de la escisión constitutiva de la sociedad, a saber: la contradicción entre capital y trabajo (o entre relaciones sociales de producción y fuerzas productivas). El mismo síntoma adquiere una significación relevante al comprobar que la lógica del pluralismo es capaz de reducir al denominador común de «lo cultural» a toda la gama de identidades de los grupos minoritarios (de «estilos de vida», étnicos, de orientación sexual, etc.), pero no puede hacer lo propio con el «modo de producción capitalista» ni con la propiedad privada de los medios de producción. Es como si la economía fuera demasiado «real», un resto excluido de las «formaciones culturales». Paradójicamente, la actitud del pluralismo cultural posmoderno coloca a la estructura económica y sus instituciones (la propiedad privada de los medios de producción), ya no del lado del «derecho positivo» propio de la Gesellschaft, sino del lado del «derecho natural» que estaba todavía vigente en la Gemeinschaft, y con la cual el mundo globalizado ―mediante la doble determinación de las identidades culturales― había pretendido cortar su ligazón orgánica.

 

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