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16 mayo, 2013

 

La niñez actual se ha vuelto más corta y ya no tiene el carácter inmaculado que se le asignaba antaño. Muchos filmes industriales de las últimas décadas retratan esto, valiéndose tanto de conflictos reales como de excusas fantásticas.

 

Por: Luis Alberto Pescara

 

En la novela  El tambor de hojalata, de Günther Grass, se narra la historia de Oskar, un niño que a los tres años decide dejar de crecer porque se considera totalmente desarrollado. Con el ascenso del nazismo como telón de fondo, el mundo de los adultos se le presenta como algo demasiado desquiciado de lo que no quiere ser parte. La idea de la infancia como un refugio frente a los males del mundo está muy presente en el arte, aunque también tiene un costado oscuro que no se puede soslayar. De hecho, el pequeño Oskar puede ser tan manipulador y egoísta como el más cínico de los adultos.

La relación que tenemos con la niñez es bastante ambigua, ya que, a pesar de que todos pasamos por ella, estamos imposibilitados de recordarla sin el filtro de nuestra experiencia como adultos. Por eso, es común cierta tendencia nostálgica a idealizarla como un período de inocencia, algo que se refleja constantemente en el arte. Sin embargo, durante esa etapa temprana, ya se establecen rasgos de personalidad que se mantendrán hasta la edad adulta, como bien lo notó Sigmund Freud.

El cine tardó bastante tiempo en abrirse a miradas más oscuras sobre la infancia, que siempre era fuertemente contrastada con el mundo de los adultos. En el clásico El Mago de Oz (1939), la realidad y sus problemas están fotografiados en blanco y negro pero, cuando la soñadora Dorothy se lanza a su periplo fantástico, aparecen espectaculares colores. Sin embargo, la muchacha terminará volviendo a su granja natal para concluir que «no hay ningún lugar como el hogar». No existía ninguna posibilidad de que los chicos pudieran tener un lugar propio, lejos de padres y tutores. Recién durante la posguerra se empezó a mostrar el enfrentamiento creciente entre jóvenes y adultos, como bien queda claro en Rebelde sin causa (1955), que ya desde el título exhibe la dificultad de los protagonistas para explicar los motivos de su enojo con el mundo.

Hubo cambios importantes en la sociedad durante las décadas del 50 y el 60, que se reflejaron en la pantalla. La niñez se acortó, las familias se disolvieron, y las figuras de autoridad se vieron fuertemente cuestionadas. Es entonces cuando el cine empieza ser tomado por asalto por el subgénero que los anglosajones denominan coming of age. Bajo esa denominación, se agrupan una serie de filmes en los que los jóvenes protagonistas sufren una experiencia conflictiva que los empuja a madurar de manera repentina. La pérdida de la inocencia y el encuentro con los primeros problemas adultos son las constantes que aúnan estas historias.

Varias películas de principios de los 70 representaron los cambios de la época, sobre todo en lo sexual. La exitosa Verano del 42 (1971), de Robert Mulligan, narra la relación que se entabla entre un adolescente temprano y una esposa solitaria, cuyo marido participa de la Segunda Guerra Mundial; todo esto, con la melosa música de Michel Legrad de fondo. El mismo año se estrena la más interesante Harold and Maude, en la que un muchacho obsesionado con la muerte encuentra un inesperado aliento en una jovial anciana amante de la vida. Nuevas experiencias para una edad que siempre había sido sinónimo de lo no corrupto.

Pero probablemente la película más representativa de esta nueva visión es Melody, todo un hito generacional. La historia de dos niños de 10 años que decidían, sin mayor explicación que la de sentir el deseo de hacerlo, contraer matrimonio es ejemplar. Por supuesto que esto causaba un enorme escándalo entre padres y directivos escolares, quienes intentan detener la ceremonia. Todo termina con la joven pareja huyendo a realizar su sueño romántico lejos de la mirada inquisidora de los mayores. Aquí no hay un hecho traumático que empuje a los protagonistas hacia la madurez, simplemente siguen su propio impulso vital.

Cuando los avances tecnológicos del cine lo permitieron desde lo formal, muchos realizadores se valieron del recurso de la fantasía —ya utilizado por la literatura— para contar las transformaciones de la infancia. Quienes vivieron su niñez durante la década del 80 recordarán títulos como Los ladrones del tiempo, La historia sin fin, Los exploradores y Laberinto, que detrás de su factura indudablemente industrial mostraban a niños que encontraban en la aventura una forma de escape frente a sus problemas cotidianos. Los protagonistas son víctimas de maltrato en el colegio o tienen padres distantes, por lo que las peripecias a las que se enfrentan tienen el carácter iniciático de aquellos viajes que emprendían los héroes míticos. En el medio de estas travesías, terminarán siendo otras personas.

Una de las películas más exitosas de la época es justamente una de las más ejemplares sobre esta vertiente. ET-El extraterrestre (1982), de Steven Spielberg, tenía por título original A Boy’s Life (La vida de un chico), pues se centraba en cómo afecta a un niño la separación de sus padres. El recuerdo autobiográfico del realizador, que se apoyó en un «amigo imaginario» de cuando sus padres se divorciaron, se reflejó en un film que logra ese soñado equilibrio entre la solidez técnica y la profundidad emocional. Spielberg sería una figura fundamental para muchas películas coming of age de la época, produciendo filmes como Volver al futuro (1985) donde, mediante el viaje en el tiempo y un tono de comedia brillante, cuenta el periplo de un adolescente que no encaja en el mundo y debe pelear para encontrar su identidad. Estos tópicos son compartidos con otros blockbusters de esos años como Big (Quisiera ser grande; 1988).

Existe una gran película que se aparta de la fantasía pero retrata las trasformaciones de esa edad complicada. Inesperadamente basada en un relato del ícono del terror Stephen King, Cuenta conmigo (1986) se sostiene por su mirada humana a partir de una anécdota mínima; en este caso, la de un grupo de chicos que dejan sus problemáticos hogares atraídos por la idea de ver un cadáver en un paraje lejano. «Nunca volví a tener amigos como los de los doce años», afirma sobre el final el protagonista, y es difícil no estar de acuerdo con él.

Aunque estas producciones jamás esconden sus intenciones de llegar a un público masivo, sostienen su encanto porque simbolizan un momento muy particular del cine industrial, en el que las texturas físicas y cierto espíritu artesanal aún estaban fuertemente presentes en la estética cinematográfica. Una década más tarde, las imágenes digitales tomarán por asalto las pantallas, causando una revolución de la que ya no se puede volver. Las películas se hicieron más grandes, más pirotécnicas y espectaculares, y el factor humano quedó muy relegado.

Sin embargo, hay una serie de cineastas, pertenecientes a la generación que creció viendo aquellos filmes, que se destaca hoy con una mirada compleja sobre la niñez y la pubertad. Sofía Coppola (Las vírgenes suicidas), Spike Jonze (Donde viven los monstruos) y Wes Anderson (Moonrise Kingdom) apuestan a un cine muy diseñado desde lo visual, pero que no deja de preocuparse por ese momento en el que los hijos sienten el impulso de enfrentarse al entorno hogareño. Incluso una película tan mainstream como Super 8, de J. J. Abrahams, buscó explícitamente homenajear a los éxitos juveniles de hace más de 25 años, con Spielberg oficiando como mecenas desde la producción.

Crecer es una tarea difícil, y el paso del tiempo muchas veces atenúa el recuerdo de los golpes recibidos. Infancia y adolescencia son épocas de aprendizaje, en las que cada experiencia traumática repercute en la formación de nuestra personalidad. La compleja realidad del mundo nos penetra inexorablemente a medida que maduramos, y ese refugio poético de los primeros años empieza a desvanecerse de a poco, un proceso que se ha acelerado en las últimas décadas. En este contexto, resulta profética la frase que, en una secuencia clave de La noche del cazador (Charles Laughton, 1955), dice la anciana interpretada por Lillian Gish: «Son tiempos difíciles para los seres pequeños».

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