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Amar desde la faltaLove from the lackAmar desde la falta

El pasaje de amado a amante es el lugar donde debería estar parado un sujeto maduro.

Sujetos divididos, cuerpos escindidos e imperfectos. Sujetos deseantes como consecuencia de esa gran falta que nos atraviesa y nos constituye. El amor ha tenido a lo largo de la historia diversas manifestaciones, pero ¿cómo es posible hablar del amor sin antes entender por qué amamos?

 

Por Alejandra Santoro

Mi cuerpo se me reveló ahuecado, faltante, como si se cumpliera aquella premisa descartiana de que la materia fuese pura extensión, independientemente de mi pensamiento, y ésta se replegara y me mirara e interpelara agujereada, imperfecta. No concibo al cuerpo como algo separado de la mente, pero se corrió el velo: mi cuerpo aconteció como pérdida. ¿Cómo hacer para que las palabras y las imágenes no lo afecten o para que la mirada del Otro no lo constituya? No hay forma. Somos sujetos desde el momento en que devenimos falta, desde el momento mismo en que estamos «sujetos a», aferrados, agarrados a nuestro «objeto amado», a nuestro «objeto de deseo». Somos nuestro reflejo, somos el reflejo que el otro ve, somos lo que queremos ser o lo que pensamos que el otro ve en nosotros: elementos, millones de partículas mentales que estallan en una estructura que nos vuelve una sustancia exageradamente vulnerable, sangre, entrañas, deseo en estado latente y falta. Siempre falta.

Los desgarros duelen. Gritamos las heridas, las lloramos hasta empaparlas de algún Otro y entonces nos proclamamos seres completos. Creemos en la ficción de la completitud, sin querer darnos cuenta de que esa es la gran meta ilusoria de nuestra falta constitutiva, nunca un hecho. Entonces sobreviene la elección de nuestro «objeto de deseo»: ¿por qué elegimos amar a una persona y no a una cartera?, ¿por qué sí a tal persona y no a tal otra? Aquí hay algo que molesta, pincha, pica hasta llenarnos de ronchas, grandes ronchas que hablan de la manera en que cada uno ha sido querido, el lugar que ha ocupado en el seno familiar y en ese juego tripartito que se establece en la relación madre-padre-hijo, más la relación con los objetos que nos han satisfecho en la infancia. Todas ellas se manifiestan en el cuerpo, ronchas semánticas, ronchas con sentido, que establecen una matriz de relaciones, que enmarcan.

En el amor, la relación que se establece con el otro no puede ser jamás de conocimiento, debido a que el conocimiento asimila, vuelve propio aquello otro y por lo tanto lo destruye como tal. No hay engullimiento del otro, no hay fagocitación, porque no hay totalización alguna. El conocimiento y el saber no podrían constituirse nunca en mi relación con aquel a quien amo, porque estos suprimen la alteridad, cuando la esencia verdadera del otro es siempre lo imprevisible, lo misterioso y enigmático. Es el rostro del otro, lo expresivo de este es lo que me ordena servirle y, por lo tanto, la subjetividad se constituye así en rehén del otro: yo soy lo que soy para el otro y este me posee al verme como yo nunca me veré. Siempre deviene una identificación con el rostro del otro, identificación que nos ata, nos aliena, pero por eso mismo nos constituye. El sujeto amado, deseado, nos acaricia y dibuja caminos sobre nuestra piel, la domina a través del contacto y la caricia, nos quema, nos salva, pero no nos totaliza. Somos mónadas en tanto que somos y aceptando la falta de nuestro cuerpo, aceptando que no podemos poseer al otro, aceptamos su carencia y nos transformamos en sujetos deseantes en plena transformación. El amor surge, entonces, donde un amado se transforma en amante, en aquello que está siempre siendo, siempre deviniendo, y que nunca es.

¡Hay que echarle la culpa a la falta, a la imperfección, a la incompletud que se encuentra en la base de nuestra esencia! Hay que echarle la culpa por volvernos sujetos deseantes, inyectados, lanzados al amor y a las caricias, que no llenan, porque no completan. Muchas veces, duele. Amamos a aquel otro que nos besa, que nos toca y abraza, pero, al mismo tiempo, sabiéndolo carencia pura, lo odiamos. Hay una ambigüedad en el amor, una ambivalencia originaria que tiene que ver con la interdependencia entre el amor y el odio. En un sentido general, tanto amor como odio son estructurales en la formación del yo e inevitables de la especie humana. Cuando sobreviene el Otro como carencia podemos resignarnos al objeto amado, entender que ya no lo tenemos, pero difícilmente podamos, al menos instantáneamente, resignar el amor por este objeto. Si el objeto ya no existe, entonces ¿qué es el amor? ¿Será que la pérdida del otro nos pone crudamente de manifiesto la pérdida de nuestro yo? Si hay una identificación inconsciente con el otro, cuando este desaparece, la falta vuelve a exponerse impunemente ante nosotros. La falta se vuelve herida, se vuelve sangre. El «objeto de deseo» es siempre depositario de toda nuestra libido, de nuestro amor. Su pérdida implica tanto el amor como el odio. El amor, por salvar del asalto esta posición libidinal, y el odio, porque mi pulsión de autoconservación, que luchará por mantenerme y afirmarme, buscará desatar la libido del objeto.

Quiero mantenerme en él, quiero fundirme con él, que nos fusionemos, no ser consciente de la distancia que siempre existe entre el yo y ese otro al cual amo. No ser consciente de que tengo el cuerpo ahuecado, no saber que ese otro representa siempre la carencia, aquello que es en tanto no lo tengo, no lo poseo y a quien no puedo des-cubrir, aquello que es porque me falta. ¡Que nos suturen la falta! Que la rellenen con cemento, que nos la cosan. Que se vuelva muda. Silenciosa. Muy silenciosa.

Por Alejandra Nazarena Santoro

 

The passage of beloved to lover is the place where it should be stopped a mature subject.

 

Divided subjects, splinter and imperfect bodies. Desirous subjects as a result of this great lack that constitutes us. Throughout history, love has had diverse manifestations. But how is it possible to speak of love without first understanding why we love?

 

 

My body was revealed to me hollowed out, missing. As if it having met this descartian premise where matter was pure extension, regardless of my thoughts, and it retracts and looks at me pocked, imperfect. I can not imagine the body as something separate from the mind, but the veil has dropped: my body became loss. How can we ensure that the words and images do not affect it or that the Other’s gaze doesn’t constitute it? There is no way. We are subjects from the moment that we became lack, since the very moment that we are «subject to», cling, hanging on to our «beloved object», to our «desire object». We are our reflection, we are the reflection that the other sees, we are what we want to be or what we think the other sees in us. Elements, million of mental particles which explodes in a structure that makes us an overly vulnerable substance, blood, guts, latent desire and lack. Always lack.

Lacerations hurt. We shout the wounds, we cry them until we drench them with an another, and then we proclaim complete beings. We believe in the fiction of completeness, without wanting to realize that this is the great illusive goal of our constitutive lack and never a fact. And then followed the election of our «desire object», and why we choose to love a person and not to a wallet? Or why a person and not another? It appears something that bothers us, and it pricked us until it filled us of welts, large welts that speak of the way in which each one has been wanted to, the place that has occupied within the family and in this tripartite game which is set in the relationship mother-father-child, plus the relationship with the objects that satisfied us when we were childs.

In love, the relationship established with the other can never be of knowledge, because knowledge assimilated, alienates the other and destroys it. We can not devour the other; there is no suzerainty, because there is no totalization. The knowledge could never become my relationship with the one who I loved, because it deleted the alterity, when the true essence of the other is always the unpredictability, the mysterious and enigmatic. The other’s face, his expression, is what ordered me to serve him and, therefore, subjectivity become hostage to the other; I am what I am for the other and he has taken possession of me when he sees me, as I will never do. It always becomes an identification with the other’s face, identification that binds us, alienates us, but at the same time constitutes us.

The subject we loved and desired, tickles us and draws roads on our skin, he dominates it through the contact and caresses, he burns us, saves us, but does not totalize us. We are monads since we are and accepting the lack of our body, accepting that we cannot possess the other, we accept its lack and we became desirous subjects in full transformation. Then, love arises where a beloved becomes lover, in what is always being, always rendering, and that it never is.

We must blame the lack, the imperfection, the underlying incompleteness that is located in the base of our essence! Blame them for making us desirous subjects, injected, launched into love and caressing, that do not fill us because they do not complete us. And many times it hurts. We love who kisses us, who touches and embraces us, but at the same time, knowingly pure lack, we hated it. There is some ambiguity in love then; an originating ambivalence that has to do with the interdependence between love and hate. In a general sense, both love and hate are structural in the formation of the “I” and inevitable of the human species. When the Other arrives as deficiency we can resign ourselves to the beloved object, understand that we don’t have it anymore, but we can hardly, at least instantly, resign the love for this object.

But if the object does not exist, what is love then? Could it be that the loss of another puts us into stark relief the loss of our “I”? If there is an unconscious identification with the other, when it goes away, returns the lack to expose its impunity before us. The lack becomes wound, becomes blood. The «desire object» is the depositary of our sexual instinct, our love. Its loss involves both the love and hatred. The love to save this libidinal position of stealing, and hate, because my instinct for self-preservation, that would fight for me, will look for unleashing the sexual instinct and love of the object.

I would like to get in it, I would like to melt on him, not being aware of the distance that always is between the “I” and the Other which I love. Not being aware that I have the body hollowed out. Not knowing that the other always represents the lack, someone that is as I do not possess him and who I cannot des-cover. That is because of my lack of him. That someone stitch us the lack! Filled it with concrete, sew it. I would like it to become silent. Quiet. Very quiet.

Por: Alejandra Nazarena Santoro.

El pasaje de amado a amante es el lugar donde debería estar parado un sujeto maduro.

Sujetos divididos, cuerpos escindidos e imperfectos. Sujetos deseantes como consecuencia de esa gran falta que nos atraviesa y nos constituye. El amor ha tenido a lo largo de la historia diversas manifestaciones, pero ¿cómo es posible hablar del amor sin antes entender por qué amamos?

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Mi cuerpo se me reveló ahuecado, faltante, como si se cumpliera aquella premisa descartiana de que la materia fuese pura extensión, independientemente de mi pensamiento, y ésta se replegara y me mirara e interpelara agujereada, imperfecta. No concibo al cuerpo como algo separado de la mente, pero se corrió el velo: mi cuerpo aconteció como pérdida. ¿Cómo hacer para que las palabras y las imágenes no lo afecten o para que la mirada del Otro no lo constituya? No hay forma. Somos sujetos desde el momento en que devenimos falta, desde el momento mismo en que estamos «sujetos a», aferrados, agarrados a nuestro «objeto amado», a nuestro «objeto de deseo». Somos nuestro reflejo, somos el reflejo que el otro ve, somos lo que queremos ser o lo que pensamos que el otro ve en nosotros: elementos, millones de partículas mentales que estallan en una estructura que nos vuelve una sustancia exageradamente vulnerable, sangre, entrañas, deseo en estado latente y falta. Siempre falta.

Los desgarros duelen. Gritamos las heridas, las lloramos hasta empaparlas de algún Otro y entonces nos proclamamos seres completos. Creemos en la ficción de la completitud, sin querer darnos cuenta de que esa es la gran meta ilusoria de nuestra falta constitutiva, nunca un hecho. Entonces sobreviene la elección de nuestro «objeto de deseo»: ¿por qué elegimos amar a una persona y no a una cartera?, ¿por qué sí a tal persona y no a tal otra? Aquí hay algo que molesta, pincha, pica hasta llenarnos de ronchas, grandes ronchas que hablan de la manera en que cada uno ha sido querido, el lugar que ha ocupado en el seno familiar y en ese juego tripartito que se establece en la relación madre-padre-hijo, más la relación con los objetos que nos han satisfecho en la infancia. Todas ellas se manifiestan en el cuerpo, ronchas semánticas, ronchas con sentido, que establecen una matriz de relaciones, que enmarcan.

En el amor, la relación que se establece con el otro no puede ser jamás de conocimiento, debido a que el conocimiento asimila, vuelve propio aquello otro y por lo tanto lo destruye como tal. No hay engullimiento del otro, no hay fagocitación, porque no hay totalización alguna. El conocimiento y el saber no podrían constituirse nunca en mi relación con aquel a quien amo, porque estos suprimen la alteridad, cuando la esencia verdadera del otro es siempre lo imprevisible, lo misterioso y enigmático. Es el rostro del otro, lo expresivo de este es lo que me ordena servirle y, por lo tanto, la subjetividad se constituye así en rehén del otro: yo soy lo que soy para el otro y este me posee al verme como yo nunca me veré. Siempre deviene una identificación con el rostro del otro, identificación que nos ata, nos aliena, pero por eso mismo nos constituye. El sujeto amado, deseado, nos acaricia y dibuja caminos sobre nuestra piel, la domina a través del contacto y la caricia, nos quema, nos salva, pero no nos totaliza. Somos mónadas en tanto que somos y aceptando la falta de nuestro cuerpo, aceptando que no podemos poseer al otro, aceptamos su carencia y nos transformamos en sujetos deseantes en plena transformación. El amor surge, entonces, donde un amado se transforma en amante, en aquello que está siempre siendo, siempre deviniendo, y que nunca es.

¡Hay que echarle la culpa a la falta, a la imperfección, a la incompletud que se encuentra en la base de nuestra esencia! Hay que echarle la culpa por volvernos sujetos deseantes, inyectados, lanzados al amor y a las caricias, que no llenan, porque no completan. Muchas veces, duele. Amamos a aquel otro que nos besa, que nos toca y abraza, pero, al mismo tiempo, sabiéndolo carencia pura, lo odiamos. Hay una ambigüedad en el amor, una ambivalencia originaria que tiene que ver con la interdependencia entre el amor y el odio. En un sentido general, tanto amor como odio son estructurales en la formación del yo e inevitables de la especie humana. Cuando sobreviene el Otro como carencia podemos resignarnos al objeto amado, entender que ya no lo tenemos, pero difícilmente podamos, al menos instantáneamente, resignar el amor por este objeto. Si el objeto ya no existe, entonces ¿qué es el amor? ¿Será que la pérdida del otro nos pone crudamente de manifiesto la pérdida de nuestro yo? Si hay una identificación inconsciente con el otro, cuando este desaparece, la falta vuelve a exponerse impunemente ante nosotros. La falta se vuelve herida, se vuelve sangre. El «objeto de deseo» es siempre depositario de toda nuestra libido, de nuestro amor. Su pérdida implica tanto el amor como el odio. El amor, por salvar del asalto esta posición libidinal, y el odio, porque mi pulsión de autoconservación, que luchará por mantenerme y afirmarme, buscará desatar la libido del objeto.

Quiero mantenerme en él, quiero fundirme con él, que nos fusionemos, no ser consciente de la distancia que siempre existe entre el yo y ese otro al cual amo. No ser consciente de que tengo el cuerpo ahuecado, no saber que ese otro representa siempre la carencia, aquello que es en tanto no lo tengo, no lo poseo y a quien no puedo des-cubrir, aquello que es porque me falta. ¡Que nos suturen la falta! Que la rellenen con cemento, que nos la cosan. Que se vuelva muda. Silenciosa. Muy silenciosa.

Por: Alejandra Nazarena Santoro