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2 mayo, 2013

Antonio Gil, el primer largometraje de Lía Dansker.

En su ópera prima, Lía Dansker muestra, en un novedoso formato documental, cómo se vive la celebración del Gauchito Gil cada 8 de enero, en Mercedes, Corrientes. Filmada a lo largo de más de diez años, la película, a través de las voces en off de los lugareños, construye un retrato honesto y emotivo sobre Antonio Mamerto Gil Núñez, el gaucho devenido mito por fuerza y gracia de su propio pueblo.

Por: Micaela Ortelli

El principio es desolación: atardecer, pasto amarillento y magullado al costado de una ruta, residuos. Nadie a la vista; lo que pasó, pasó. Pero, como siempre después de una experiencia aturdidora —y evidentemente esta lo fue—, hay algo que resuena, como si las almas siguieran viviendo por su cuenta, como si les fuera indiferente que, en el mundo de las cosas, todo acabó.

El espectador habituará la mirada a los suaves travellings en Antonio Gil, el primer largometraje documental de Lía Dansker, que se proyectó por primera vez el pasado domingo en la 15ª edición del Bafici. Por momentos se sentirá un turista en un city tour, si una analogía poco amable sirve para describir la particular forma de narrar que eligió la directora. De derecha a izquierda y de izquierda a derecha, la cámara recorre la fila de peregrinos y puestos de comida y chucherías que cada 8 de enero se reúnen y montan en Mercedes, Corrientes, para celebrar al Gauchito Gil, el santo argentino más santo, porque lo canonizó un pueblo y no una institución.

El dispositivo se deja en honesta evidencia durante esos trayectos horizontales: los personajes miran a cámara, saludan, hacen una gracia o dan vuelta la cara; ninguna reacción se corta ni oculta. Mientras, en off, añejas voces campesinas dan su versión de la historia de Antonio Mamerto Gil Núñez, un peón rural nacido en 1847, que antes de cumplir 20 años tuvo que dejar el campo para pelear en la guerra contra el Paraguay. Esto último, según Gauchito Gil (Editorial El Colectivo, 2007), un libro de textos y fotografías del periodista Sebastián Hacher; registro que tampoco se pretende historia oficial, simplemente porque no hay una. Por su parte, Dansker decidió no dar prácticamente información contextual y, en cambio, dejar que la figura del santo se vislumbre a través de esos relatos anónimos e inconexos.

[showtime]

Antonio Gil tomó más de diez años de trabajo. La directora la empezó cuando todavía era estudiante de cine en la Enerc, y entre fascinada e involucrada con la historia —al punto de que le prometió al Gauchito no cortarse el pelo hasta concluir el proyecto—, siguió visitando la localidad correntina hasta 2010, año del último registro, el primero en aparecer en la película. La narración se estructura luego hacia atrás —las fechas son el único dato—, dando cuenta de la evolución de la celebración con el paso del tiempo (incremento de fieles, introducción de presencia policial, intervención de la Iglesia).

El gaucho Gil era un desertor: desobedeció a sus superiores y abandonó las tropas celestes para no derramar sangre hermana. El comandante ordenó su persecución. Vivió como fugitivo, pidiendo asilo a la paisanada. Lo acusaban de cuatrero, pero él robaba y daba a los pobres. Era guapo, domador, guarango, atemorizante. Era creyente y santero; su virgen era santa Catalina, la virgen guerrera. Dicen que tocaba el acordeón y que enamoró a una hija de estancieros llamada Anahí. Un 6 de enero, hubo una fiesta en el pueblo; Antonio fue, comió, bebió y se marchó antes de que lo reconocieran. Alguien lo delató, o no, lo tomaron equivocado. Los policías lo cazaron mientras dormía a la intemperie; lo balearon o degollaron, colgado de los pies a un árbol. Esta última parece ser la versión más sostenida, la que dice que las banderas rojas representan la sangre flameante del Gauchito. Antonio Gil murió el 8 de enero —se supone— de 1871.

Los campesinos hablan de «un difunto como nuestros familiares», «un hombre común, ni fu ni fa», que sin embargo, antes de morir, hizo un milagro: le dijo a su verdugo que al volver al hogar encontraría a su hijo enfermo; que rezara por él —por Antonio— si quería que sanara. Así fue, y así resultó que su asesino se convirtió en su primer devoto: enterró el cuerpo y plantó una cruz en el lugar, la cruz de Gil que hoy visitan miles de fieles para pedir o agradecer. La cámara de Dansker detiene el travelling y se adentra en el santuario; las voces en off son reemplazadas por los sonidos del lugar: la cumbia, las oraciones, los aplausos, los comunicados por megáfono. Los peregrinos dejan velas rojas encendidas, botellas de vino, monedas, rosarios y todo tipo de dádivas.

Al revés de lo que podría suponerse, elegir no dar nombre ni cuerpo a los narradores fue un acto de honestidad y generosidad. En Antonio Gil, Dansker ofrece lo más íntimo que posee una persona: su voz (que es sonoridad, entonación, respiración). Voces que sin dueño son, a la vez, muestra de una comunidad; una comunidad que se construye y reconoce en la

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figura de un gaucho que, antes de ser milagroso, fue humilde y terrenal, como todos ellos.

Antonio Gil vuelve a proyectarse los días 19 y el 21 de abril en el Centro Cultural San Martín y Village Recoleta Mall respectivamente. La película participa de la competencia argentina junto con Ramón Ayala, de Marcos López, y Pendejos, Raúl Perrone, entre otras.