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20 agosto, 2014

Chen Chieh-jen Los dolores del mundo moderno

Chen Chieh-jen Los dolores del mundo moderno

Roberto Adler

El pensamiento, como tantas otras cosas, mejora cuando se lo somete a una polinización cruzada. De esta forma, si uno de los muchos mensajes que Marcel Duchamp nos dejó fue que «el arte está en el ojo del observador», podemos imaginar el encuentro de estas palabras con la paradójica frase de Jacques Lacan: «amar es dar lo que no se tiene a quien no es». De esta polinización surgen dos descendientes, uno apacible, «amar está en el ojo del observador», y otro vehemente, «el arte es dar lo que no se tiene a quien no es».
El conocido artista taiwanés Chen Chieh-jen tuvo la ambigua suerte de nacer en el momento y el lugar de uno de los frentes de la guerra fría, lo que dejó heridas en la sociedad taiwanesa, hecho que el artista pone de manifiesto a través de las imágenes de sus videos. Esta circunstancia nos hace plantearnos por qué alguien que «pinta su aldea» muestra cosas que, como en una fábula, pasaron «en un lugar muy lejano y hace mucho, mucho tiempo» y cómo esto se vuelve relevante para nosotros. La explicación podría estar en que, por mucho que lo nieguen nuestros gobernantes pasados y presentes, ese campo de batalla también está entre nosotros, y todavía podemos oír sus sordos ruidos.

No es difícil ver que su obsesión artística es una larga crítica hacia el poder, centrada en las heridas que, en la Modernidad, se infligen sobre los trabajadores del Tercer Mundo. En una de sus obras, Lingchi (2002), asemeja la evolución social del siglo xx con las heridas propias de la tortura china. Este abuso sobre el cuerpo humano se equipara a la agresión colonial y la fragmentación social que la isla soportó durante siglos. El desmembramiento corporal también puede funcionar como imagen de lo geográfico, una metáfora de lo que no es parte del centro geopolítico. He aquí la explicación de la tenue sonrisa del torturado, como una acusación que llega a través del tiempo al observador de la foto, que observa y es observado desde los orificios en el cuerpo del condenado.
En Factory (2003) nos muestra, en un antes y después, lo que sucedió con los sueños de progreso material que el traslado de las industrias manufactureras causó entre los trabajadores. Aquellos jóvenes, que la modernización agrícola había expulsado de los campos, emigraron a la ciudad en busca de trabajo industrial.
Treinta años después, las industrias se retiraron y los jóvenes devinieron en ancianos marginalizados. Las fábricas, simplemente, se mudaron a nuevos países con menores costos, por lo que quedaron solo edificios vacíos. Luego de una vida de trabajo, las costureras perdieron la oportunidad de una indemnización o una pensión.
Chen denuncia que tanto los medios como el poder político dejaron que esta situación desapareciera de la agenda pública, a pesar de años de protestas. Y se pregunta por qué si la gente necesita visas para migrar, el capital, por el contrario, no las necesita.
Taiwán supo ser el refugio de la fracción que perdió en la Guerra Civil China. El Kuomingtang, o Partido Nacionalista Chino, lideró la Revolución China que derribó lo que quedaba del Celeste Imperio en 1911 y, durante la primera mitad del siglo xx, trató de llevar a ese país hacia un sistema republicano. Tras una larga guerra civil, Mao Zedong llegó al poder y el Partido Nacionalista tuvo que abandonar el país. En aquella época, Formosa era un olvidado lugar insular y, de pronto, se convirtió en Taiwán, es decir, pasó de ser una provincia marítima a ser la República de China. Cuando las mareas de la geopolítica cambiaron de signo, se convirtió en un Estado al cual pocas naciones reconocen oficialmente.

En una generación, la isla que era un dormido rincón agrícola se convirtió en una meca industrial. Poco después, pasó de ser un proveedor de manufacturas de bajo costo para el mundo a ser una sociedad posindustrial, todo esto en medio de las intrigas y control gubernamental, por estar en uno de los campos de batalla de la Guerra Fría entre el mundo capitalista y los países comunistas.
A través de su obra, Chen Chieh-jen parece coincidir con la afirmación de Milan Kundera: «Desde que los hombres perdieron el temor a Dios, pasaron a temer a las cámaras fotográficas». Y en este contexto, el mensaje cosmopolita de Chen Chieh-jen es perturbador: en lugar de hacer hablar a sus personajes y, eventualmente, doblarlos o subtitularlos, el autor-director deja que su obra, a través de las imágenes, genere un incómodo silencio. Excepto por los rasgos de los protagonistas, estas escenas podrían haber sido tomadas en cualquier lugar marginal del orden mundial, como si se buscara contradecir a aquel Oscar Wilde que se preguntaba: «¿Existe algo tan real como las palabras?», y esto se lograra al dar testimonio de que las imágenes son más reales que mil discursos.

Aunque es cierto que la Guerra Fría terminó hace casi veinticinco años, habría que plantearse por qué este artista mantiene viva esa herida. ¿Qué hace que una tragedia que pasó hace años deje un nudo que nadie puede cortar? ¿Qué es lo que impide, a él y a muchos de su generación, enterrar esa lucha y seguir con sus vidas? Es difícil decirlo, pero el arte de Chen Chieh-jen resuena con una fuerza que creíamos muerta y enterrada. Lo que sí se puede afirmar es que el arte tiene razones que la razón no entiende, que el artista nos da lo que no tiene a nosotros, que no somos, y eso, quizás, es arte.