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23 julio, 2012

Entrevista a Zulema Lagrotta (Parte 3).

 

Por Martín Samartin

 

De alguna manera, es como si hubiese una especie de fantasma que circula en el discurso corriente, donde —digamos— pareciera que se puede colmar la hiancia. Pero la diferencia sexual es otra cosa, porque la diferencia no se trata de más y menos. Se trata, en todo caso, de que son —justamente— potencias distintas. Porque en ese sentido podríamos decir: «¡Mirá vos qué envidiosos podrían estar los hombres de las mujeres por la capacidad que ellas tienen para inventar el lenguaje, para transmitirlo, para pulsionalizarlo!» En este sentido, también se podría perfectamente hablar de envidia de la vagina.

Hay mucha crueldad desatada en medio de estos impasses que muchas veces conducen al crimen pasional…

Como la de esa mujer que mató al niñito…

Claro, y como ése hay muchos casos que son terribles. Y de algún modo vemos que, en respuesta a este tipo de situaciones dramáticas, dentro de un ideario igualitario, hay también cierto discurso feminista, que en su versión más estandarizada, en cierta manera, intenta reapropiarse de ese resto de lo real que es constitutivo a la diferencia sexual e integrarlo entonces a una especie de simbólico pleno, lo que quizás no haga más que prolongar los mismos síntomas…

Claro, lo que ocurre es que sí, justamente, hay de lo real —podríamos decir— en esa diferencia. Cuando se dice, por ejemplo, que la mujer —en la fórmula de arriba a la derecha— dice no existe una que diga «no» a la castración (es decir, no es que todas digan , eso no quiere decir eso, sino que, justamente, en tanto ellas no están castradas porque «vinieron así de fábrica»), entonces, decir que una mujer está castrada es porque se lo sujeta —digamos— se lo piensa en la dialéctica falo/castración. La dialéctica es: «o es fálico o es castrado». Y, en realidad, ¡no! Ésa es la premisa universal del falo, entonces «las que no lo tienen están castradas». ¿No? Como decía una colega, que no voy a decir el nombre, pero el otro día nos acordábamos y decía que cuando era chiquita le preguntaba a la mamá «Mamá, ¿vos tenés pito?», y la mamá le decía: «No, tengo agujerito nada más». Con lo cual ese «nada más» dice «bueno, ahí falta algo»… Pero lo que pasa es que lo que falta… ¡falta a ambos sexos! Porque, en realidad, el hombre tiene falo —digamos—, es decir, lo tiene y es lo que lo hace hombre. Que lo tenga no quiere decir simplemente que tenga el adminículo cárneo, en tanto y en cuanto ese adminículo cárneo sea encarnadura de la función fálica. Porque eso significa que ahí asienta el falo. Y la mujer es el falo justamente porque no lo tiene —digamos—, en el sentido de que ella entra en la cuestión del valor de cambio —digamos—; a partir de la falta fálica es que ella puede, por ejemplo en la mascarada, asumir esta función de tener esta semblance —digamos así— del falo, o parecerlo que lo es. Entonces, lógicamente, hay algo que es del orden —justamente— de lo real, y entonces quiere decir «competir con los hombres». ¡Que los hay, los hay! Pero justamente, cuando Freud plantea la cuestión de la envidia del pene en las mujeres, en realidad, Lacan dice un poco que, y esto uno lo ve además, porque no es una cuestión de tener o no tener pito, porque —justamente—, muchas veces, las mujeres reivindican que ellas sin tenerlo tienen más potencia que un hombre, pueden más que un hombre. Entonces, hay algo del orden —digamos— del disconfort que tiene que ver, obviamente, con la manera en que están articulados el deseo y la función paterna, es decir, por lo cual una mujer puede repudiar su femineidad; entonces entra en competencia, pero ¿con qué?, ¿con el órgano? No, sino con lo que sería la potencia del hombre, que ella incluso la magnifica; si no, no la envidiaría. Lo que aparece en el imaginario femenino de muchas maneras: «claro, para los hombres es fácil», etc. Yo digo, bueno, pero entonces los analizantes tampoco se la ven fácil, los hombres —digamos— para vérselas con las mujeres. También los hombres dirían «no hay mujeres». Cierto que, como dice Lacan, sobre algo que los analistas tenemos, ¿no?, que «un analista que se respete» —algo así dice— como que «tiene que adecuarse» o «tiene que asimilar de alguna manera la subjetividad de su tiempo». Y, obviamente, no es lo mismo por allí ahora que hace cincuenta, sesenta o cien años, ¿no? Ahora bien —lógicamente—, vos tenés razón, se trata de ir a buscar en lo imaginario-simbólico y, además, en esa especie de «fantasma colectivo» (que no es ningún concepto riguroso del psicoanálisis), pero que de alguna manera, como una especie de fantasma que circula en el discurso corriente, donde —digamos— pareciera que eso se puede colmar, que se puede colmar la hiancia. Pero la diferencia es otra cosa, porque la diferencia no se trata de más y menos. Se trata, en todo caso, de que son —justamente— potencias distintas. Porque en ese sentido podríamos decir: «¡Mirá vos qué envidiosos podrían estar los hombres de las mujeres por la capacidad que ellas tienen para inventar el lenguaje, para transmitirlo, para pulsionalizarlo!». No solamente para parir, porque embarazarse y parir, ése no es el problema, el problema es —justamente— esa relación privilegiada que tienen ellas con sus bebés, que los introduce en la vida, ¿no?, y en las pulsiones, cosa en la que el hombre viene un poquito a la zaga… Entonces, bueno, en este sentido también se podría perfectamente hablar de envidia de la vagina.

Cuando Freud plantea la cuestión de la envidia del pene en las mujeres, en realidad, Lacan dice un poco –y esto uno lo ve además– que no es una cuestión de tener o de no tener pito, porque –justamente– muchas veces las mujeres reivindican que ellas, sin tenerlo, tienen más potencia que un hombre, que pueden más que un hombre. Digamos, entonces, hay algo del orden del disconfort que tiene que ver, obviamente, con la manera en que están articulados el deseo y la función paterna; es decir, por lo cual una mujer puede repudiar su femineidad; es decir, entonces entra en competencia, pero ¿con qué?, ¿con el órgano? No, sino con lo que sería la potencia del hombre, que ella inclusive la magnifica, si no, no la envidiaría.

O de un goce más allá del significante…

Claro, de todos modos sería ése el punto del cual decía Lacan que es hacer síntoma a la mujer, que es querer asimilarla, querer —digamos— meterla en el conjunto duo cefálico —digamos—, que es el goce de él. Y muchas veces, justamente, muchos de los desórdenes de la vida sexual ocurren precisamente allí, es decir, la queja de la mujer es —justamente— esto de que él pretende la sincronía, por ejemplo. Esta cuestión de que puedan acabar, de que puedan terminar al mismo tiempo. Lacan incluso decía que la verdad es que eso no tiene demasiada importancia… (¡Claro, no tiene demasiada importancia sobre todo —digamos— si la mujer termina antes!). Pero —justamente, digamos— a veces hay esta cosa de la hostilidad y ahí se abre un abismo… Yo voy pensando y voy pensando en los casos, ¿no? Digamos, había un caso de un hombre que, una vez que ella acababa, lo arrojaba así afuera, ¿no? Digamos, algo así como «me sirvo del falo y el resto se tira»; esta especie de barramiento…

Sería como el reverso de esa famosa escena de la película El lado oscuro del corazón

Ah, claro… Dónde él acciona una palanca, y la chica sale despedida… Y acá vemos algo así. Como que «luego del haberme servido del falo, el resto se descarta». Por eso yo decía ella se sirvió del falo, sobre todo, porque esto es algo que resta en eso que permanece como una especie de inercia, ¿viste?, como una especie de sonoridad —digamos— que concluye, concluye la nota, pero sin embargo hay un estiramiento. Bueno, con el goce femenino pasa lo mismo, por esto incluso se trata de esta manera —bueno— de que se goza de una ausencia, no se goza solamente del instrumento fálico.

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