Image Image Image Image Image Image Image Image Image Image
Menu +

Arriba

Top

9 febrero, 2013

[showtime]

Por: Marcos Bertorello

Veamos. Hay un tipo entrando en una librería de Buenos Aires. Es una librería de libros usados, una librería que está en la esquina de Cabildo y Aguilar. Al tipo le gusta leer libros «literarios», o sea: libros de autores que expresan un mundo propio, singular, y donde la escritura es el efecto del juego razonado de alguien con el sistema de la lengua. Quiero decir, el tipo lee esos libros y busca dos cosas al mismo tiempo: entretenerse y conmoverse. Es un tipo que sabe perfectamente lo que quiere. Por eso, cuando entra en la librería, va directamente a la sección que dice Literatura Universal. Hace unos meses que lee solo autores norteamericanos. Leyó los cuentos completos de Cheever. Después leyó los diarios de Cheever. Y leyó algunas novelas de Cormac McCarthy. 

Hace un tiempo atrás, compró Moby Dick de Melville. Pero todavía no la leyó. Es un libro que el tipo atesora con cierto orgullo. Lo tiene en su mesita de luz, al lado del velador, sobre un ejemplar del Decamerón. Lo tiene ahí, en ese lugar, como si necesitara verlo todas las noches, antes de irse a dormir. Es un libro viejo, en dos tomos, de tapas blandas de un color gris medio incierto. El libro es una vieja edición de una de las novelas fundamentales de la literatura universal en una traducción, también memorable. Es la traducción de Enrique Pezzoni. Pero volvamos a la librería. Hace unos días atrás, una amiga le sugirió que leyera a Flannery O´Connor. Te vas a meter en el universo de una mujer extraordinaria, le dijo la amiga. Y al tipo le gustó la sugerencia. Por eso, en este momento, podemos verlo revisando entre los anaqueles de la librería en la sección Literatura Universal, buscando un ejemplar de los cuentos completos de la escritora norteamericana.

 

El tipo se mueve en la librería convencido de un par de ideas: que la literatura es un discurso autónomo esquivo a cualquier pretensión pedagógica, religiosa o política. Y que el objeto literario es el producto de un concienzudo y lúcido trabajo de un individuo con el sistema de la lengua. Estas dos ideas son las que lo hacen interesarse por ese colectivo que se llama «literatura norteamericana» y por el «universo de una mujer extraordinaria» de Flanner O´Connor. Lo que el tipo no sabe es que esas ideas fueron concebidas en una fecha determinada. A partir del Romanticismo, más o menos, el pensamiento occidental comenzó a creer en la autonomía del arte. Lo que implicó una asociación directa entre el juego como una actividad gratuita, liberada de todo fin subalterno, y la producción artística. «El hombre sólo juega cuando es hombre en el pleno sentido de la palabra, y sólo es El juego de la escritura es un fatal compromiso con el lenguaje enteramente hombre cuando juega», dice Schiller en sus Cartas sobre la educación estética del hombre.

Y en esa época (y un poco antes también), el pensamiento occidental comenzó acreer en dos cosas: que el artista es un individuo con ciertos poderes especiales (lo que se llama talento) y que la obra artística es la expresión sesuda de esos poderes. Frente a estas creencias se ha desarrollado la disputa estética sobre el compromiso del artista. Para decirlo en pocas palabras: en diferentes épocas y lugares se ha planteado la necesidad (o no) de que el escritor esté comprometido con las circunstancias sociales que lo rodean y que su obra sea una elección lúcida y un mensaje de su propio compromiso. Tal vez la más emblemática de estas disputas surge a partir del opúsculo de Sartre,  ¿Qué es la literatura? A partir del testimonio de la experiencia clínica psicoanalítica, entonces, quisiera reflexionar acerca del compromiso del escritor y de la supuesta autonomía del juego literario. Tanto aquellos que propenden a creer en la necesidad de un compromiso político del artista, como los que se niegan a toda subordinación del discurso literario (el arte por el arte, como decían los franceses), subscriben sin saberlo a las premisas que situamos en el Romanticismo (y que mueven los pasos del tipo que compra el libro en la librería de Buenos Aires); a saber: el talento individual y la expresión de ese talento en una obra.

El descubrimiento del inconsciente por parte de Freud y la invención de la clínica psicoanalítica vuelven a cuestionar cualquier teoría inocente del compromiso y a toda suposición de un voluntarismo individualista respecto de la obra de arte. Veamos. Los efectos de la clínica psicoanalítica se fundan en una específica condición del lenguaje: el equívoco. Es decir, entre lo que decimos, lo que creemos decir y lo que el otro entiende que decimos, se cuela una sucesión de sentidos que operan todo el tiempo y que está más acá de las intenciones del que habla y del que escucha. La clínica psicoanalítica trabaja sobre esta condición equívoca del lenguaje, suponiendo que siempre hay una verdad en juego. Pero ojo, es una verdad que juega sola, o que se escurre de cualquier pretensión paternalista. El inconsciente freudiano no es más que la búsqueda de una lógica que explique este fenómeno. Por otro lado, este fenómeno nos ilustra respecto de la relación de antecedencia entre el lenguaje y el hombre. El hombre habla y cree saber lo que dice. Esta creencia es una pretensión del hombre que intenta desmentir lo que en rigor sucede: que el hombre siempre es hablado por el lenguaje. En rigor, entonces, siempre hay compromiso: compromiso respecto de lo que se dice, respecto de esas palabras que tienen sentidos más acá o más allá de lo que yo quisiera que digan. Y ahí está el otro problema. El lenguaje nos compromete, ya lo dije.

Lo que no dije es que nunca sé muy bien en qué y en dónde me comprometen. Doy un solo ejemplo. San Juan de la Cruz escribió un puñado de poemas que siempre quiso que se leyeran como el testimonio literario de una experiencia mística. En consecuencia, en el mismo texto dejó señales precisas para que el lector tradujera en clave doctrinal ciertos pasajes y situaciones que se imponían por sí mismos como testimonios de otro goce, el goce sexual y humano de un amante bisexual. Por presión de la Iglesia, el Santo escribió una serie de comentarios en prosa de los poemas, que pretendían, una vez más, encorsetar el sentido dentro del perímetro específico de la doctrina aristotélico-tomista del alma. Tanto una cosa (las señales textuales que San Juan de la Cruz escribió en los poemas) como otra (las extensas glosas de los poemas) son el signo evidente de la inestabilidad sintagmática que los poemas tienen y que, además, resulta peligrosa hasta para el mismo autor.