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14 enero, 2012

Esa extraña virtud de la lealtad

La lealtad es una virtud paradójica… En ocasiones, la experimentamos como fundamento de la sociedad. A veces, en cambio, se nos presenta como un valor pasado de moda; otras, parecería no ser una virtud en absoluto.

 

Por  Stella Maris Cao

 

Lazos de sangre

«Debemos ser honrados, correctos, leales y buenos camaradas con la gente de nuestra misma sangre»… Creo que, en principio, esta afirmación sería compartida por muchos. Pero también, muy probablemente, este consenso se trastocaría al poner la frase en su contexto histórico. En efecto: estas palabras fueron pronunciadas en el tristemente célebre «Discurso de Posen», una proclama de Heinrich Himmler, dirigente de la Alemania nazi, ante una selecta audiencia de empresarios y oficiales civiles y militares de las SS, en octubre de 1943. Esta arenga estaba orientada no sólo a informar acerca del exterminio judío, sino también a compartir la responsabilidad de la denominada «solución final».

Vemos cómo, puesta esa frase en su marco, el impacto que produce es diferente. El texto dice más o menos así: «Hay un principio que debe constituir una regla absoluta para los SS: debemos ser honrados, correctos, leales y buenos camaradas con la gente de nuestra misma sangre, pero con nadie más. Lo que pase con los rusos, con los checos, me es completamente indiferente. La sangre de buena calidad, de la misma naturaleza que la nuestra, que los demás pueblos puedan ofrecernos, la tomaremos y, si es necesario, secuestraremos a sus hijos y los educaremos entre nosotros. Si las otras razas viven confortablemente o se mueren de hambre, sólo me interesa en la medida en que podemos necesitarlos como esclavos de nuestra cultura; aparte de eso, me son indiferentes».

Con ecos de lo que Freud llamaría el «narcisismo de las pequeñas diferencias» (aplicado a un pueblo o una comunidad, este concepto alude a lo que nos une a «nosotros« en la medida en que somos en algún rasgo diferentes de «ellos», quienes precisamente por eso devienen nuestros enemigos), aparece aquí la lealtad en su vertiente agresiva, fanática, mortífera.

Por cierto que no siempre la lealtad hacia las personas «de nuestra sangre» tiene la misma connotación. Quisiera ilustrar esto con una situación que viví hace poco. En uno de estos días de canícula porteña, en los cuales nunca salgo de casa sin mi botellita de agua y mi «aire acondicionado tracción a sangre» – esto es, mi abanico–, al salir de un negocio me topé con un niño de unos ocho o nueve años, con el que mantuvimos el diálogo siguiente:

–Señora, ¿no me regala la botella?

–¿Esta? Uh, pero dentro tiene agua…

–¿Y no me regala la tapita?

–Si te doy la tapa, se me va a volcar el agua… Hagamos otra cosa: me acompañás al quiosco y compramos algo, ¿te parece?

–Sí, señora, muchas gracias…

El quiosco de la esquina está cerrado y debemos dirigirnos a otro, a distancia de una cuadra. Al llegar allí, el vendedor mira a mi acompañante con cara de pocos amigos.

–El caballerito viene conmigo –aclaro.

De todas las delicias que el quiosco ofrece, luego de un momento de duda, mi compañero eventual elige una botella similar a la que asoma de mi bolso. «Bien, bien fría», le pido al vendedor. Siento que el quiosquero, ese señor decente que mira al pequeño no sin resquemor, me está robando a mí con el precio. Pero, en fin, he dado mi palabra…

–¡Gracias, señora! –dice el chico al recibir la botella, y sale corriendo.

Me llama la atención su prisa, pero cualquier interrogante se disipa al llegar ala esquina. Allíestá su mamá, junto con dos hermanitos del niño, apenas menores que él. La botellita, ahora demasiado pequeña, sirve para calmar la sed de los cuatro.

–¡Ah, compartís! –le digo a mi nuevo amigo, conmovida.

–¡Siempre! –replica, con una gran sonrisa que parece salírsele de la cara.

–¡Te felicito! –le digo, y, mirando a la madre–: La felicito también a usted, señora…

Otra enorme sonrisa en el rostro de la madre revela un parentesco inocultable. Nos saludamos todos, y sigo mi camino, pensando si acaso, en pleno bochorno porteño, yo no hubiera sido más egoísta…

También aquí hay una lealtad clara hacia la propia sangre. Pero esta vez la connotación es diferente, a tal punto que, en este contexto, la palabra «lealtad» quizá suene demasiado rimbombante o no llegue a honrar el gesto. Es posible que «amor» suene mejor y resulte más eficaz.

 

«Poderoso caballero es don Dinero»

Independientemente de cualquier problematización del concepto de lealtad, en esta sociedad en la que nos ha tocado vivir –o, tal vez, la que nos toca hoy transformar–, hay un factor que atraviesa pueblos y naciones, y que pone en jaque la idea misma de grupo y, por consiguiente, la noción de lealtad: me refiero, claro está, al poder del mercado.

En la II parte de El Padrino, Michael Corleone dice a su interlocutor, quien alberga algunas dudas sobre la posibilidad de que haya algún traidor entre sus filas: «Nuestros hombres están bien pagados. Su lealtad se basa en esto». Esta expresión parece prefigurar irónicamente una realidad que hoy es, valga la expresión, moneda corriente. Según la conocida canción, el dinero es el que hace al mundo andar… Y agregaríamos: aunque lo conduzca ante la inminencia del abismo.

Allí donde las lealtades estén definidas por «quién da más», resultará difícil pensarlas como valores sostenibles en el tiempo. ¿Es la lealtad una relación de costo-beneficio? Me cuesta aceptarlo, por lo que me resisto a pensarlo así.

 

Lo que nos humaniza

Tal vez, en el primero de los ejemplos mencionados, el problema que se suscita es que la lealtad requerida hacia la propia sangre entra en conflicto con otra lealtad, no menos importante. Es por eso por lo que un buen ejercicio a proponer sería que intentáramos reflexionar qué es lo que queda silenciosamente por fuera de cada lealtad, casi a la manera de una deconstrucción del concepto.

Expresado en otros términos: si la lealtad a una causa implica traicionar o dejar de lado una causa mayor o más importante, entonces, creo, la primera merece ser revisada. Y con mayor razón si esa causa lleva a avalar o a consolidar un statu quo injusto. Como señaló Mark Twain: «La lealtad a una opinión petrificada nunca rompió una cadena ni liberó un alma humana, y jamás lo hará».

Tengo para mí que nuestra primera lealtad –primera no en el sentido temporal, sino en el orden ético– es con la existencia humana: la mía, la tuya, la nuestra; pero también, por qué no, la del otro lejano. Una lealtad que no busque intereses personales, sino orientada a hacer que al narcisismo de las pequeñas diferencias se le oponga la solidaridad de las grandes similitudes; a hacer, en definitiva, al mundo humano un poco más humano.