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14 junio, 2012

 

Música

 

Horacio Ferrer

 

Fundó y dirige desde hace 22 años la Academia Nacional del Tango. A los 78, lleno de proyectos y con el mismo sello poético, habla de la vida.

 

Por Norma Rossi

 

Tiene el corazón a dos orillas. Montevideano como su padre, pero porteño como su madre, sobrina bisnieta de Juan Manuel de Rosas; y por ende con raíz en la familia Ezcurra, una de las más tradicionales de nuestro país.

«Nací en 1933», dice. «He conocido todos los Buenos Aires y todos los Montevideo desde esa época. Estoy muy feliz porque en esas ciudades me quieren por igual; y soy ciudadano ilustre de ambas».

A la vez, comienza trazando una comparación muy singular: «El tango, como el flamenco, le da un identikit especial a la gente que tiene propensión a serlo. Son artes nocturnas, de pequeños grupos. Contrariamente al rock —que precisa de grandes estadios— necesita intimidad, una buena compañía y una copita de alcohol. Y eso es maravilloso».

 

¿Cómo llegó al tango?

Fue recíproco. Cuando estaba en la panza de mi mamá —con 7 meses de embarazo— ella iba caminando con mi padre —uno de los más grandes docentes del Uruguay—, del brazo con mi abuelo —el primer médico forense de ese país— a fines del carnaval, por una de las principales avenidas de Montevideo; donde es una fiesta particularmente importante. Al cruzarse con 3 personajes típicos, a modo de las tres ratas de La gran vía, la zarzuela española, uno de ellos le canta al vientre de mi madre la estrofa de Milonga sentimental, recientemente estrenada: «Varón, pa’ quererte mucho, varón…». Mi abuelo se sacó el sombrero a modo de saludo, y le agradeció el pronóstico. Yo nací de una cesárea bravía, prácticamente muerto; pero —como tantas veces— salí indemne de la primera parada brava, y aprendí que la vida es bella pero bravía, y que estaba dispuesto a lucharla. Después, quedé prendado escuchando a mi padre cantar mientras se afeitaba: «Campaneo mi catera y la miro desolada…». ¡Era mi idioma!, el que hablábamos en la esquina con los chicos jugando al fútbol. Ese es el idioma del tango. Además, su música es fascinante. Uno lo siente como el puso de su madre cuando está en su vientre; es lo que le corresponde, su sangre, su cultura.

¿Cuándo decidió hacerlo su profesión?

Nunca aspiré a tener nada como tal. Estudié ingeniería y luego 8 años de arquitectura. La poesía viene de mi madre, Alicia: había estado sobre las rodillas de Rubén Darío, porque mi abuelo era amigo de él, y estudiado con Alfonsina Storni. Hasta los 3 años y medio —cuando aprendí a escribir— yo le dictaba mis poemas a mi madre, y ella los escribía con esa letra tan femenina, tan típica de su género. Así que empecé por la musicalidad de la poesía que, justamente como la música, no pertenece al papel, sino al aire. No hay que leerla, porque uno no sabe cómo la recitaría el autor, que es su verdadero cantor. También conocí a mi amada desde hace 30 años, Lulú, en el café La Poesía. Me llama Alicio, porque dice que soy igualito a mi madre, a quien conoció de muy viejita pero también enamoró. Uno seguramente busca algo de su madre en la mujer de la que se enamora. Bueno: cuando intenté otra cosa no me fue bien.

 

¿La psicología tiene mucho que ver con el tango?

¡Claro! Creo que es una de sus ciencias más importantes, como la demografía y la sociología. La psicología del compadrito, por ejemplo, es impresionante: matar o morir. Hijo de compadre y, por consiguiente, nieto del gaucho —cuyo esquema «criolla embarazada por el español» lo hace único en la historia de los personajes orilleros—, tuvo que adaptarse a las ciudades. Por un lado, el alambrado del campo hizo que el gaucho perdiera su condición de centauro, de hombre de a caballo; con menos defensas de a pie frente a sus enemigos; y por otro, su propia cárcel, que es su psicología. El compadrito es el tango, porque el origen de todas las grandes artes es humano, con influencia de su historia y su medio

 

¿Y la mujer?

Todo el tango está dedicado a ella, bien o mal: para amarla o escarnecerla, para vituperarla o adorarla. Hay muy buenos tangos que la mujer dedica al hombre, pero son los menos. Ella es el gran tema del tango, porque la vida es mujer.

 

¿Sigue escribiendo?

Todos los días, desde aquello que le dictaba a mi madre; porque escribir es lo que más me gusta, después de amar. Muchas veces no me sale, y lo tiro, porque siempre el arte es prueba y error.

 

¿Como la ciencia?

¡Por supuesto! Yo he sido un gran estudioso de las matemáticas. Ernesto Sábato me dijo: «Usted debe haber estudiado ciencias exactas», y tenía razón. «Yo también era físico. ¿Sabe por qué? Porque el hombre con mucho infierno y caos adentro necesita de las ciencias exactas para sobrevivirse a sí mismo». Es un factor de equilibrio, una contención para poder estructurarse y no derramarse como un pomo de óleo roto.

 

¿Cómo es la situación de la Academia Nacional del Tango?

Siempre estamos enriqueciendo el patrimonio. Le hemos devuelto a la ciudad lo que era una tapera sobre el Café Tortoni, sin plata, todo con ingenio. Yo esperaba que nos dieran un premio, pero no. Además conseguí un subsidio de u$s 500.000 para comprar el edificio del Touring Club; pero cuando escrituramos junto con Natalio Etchegaray —escribano del gobierno—, no nos dimos cuenta de que cambiaba el dominio y había que hacer lo propio con la habilitación. Por eso nos clausuraron. No esperaba esa sanción, pero no importa. Hemos escrito una sinfonía arquitectónica a la ciudad, y la Municipalidad respondió con un palo.

 

¿Podemos hablar de Ástor (Piazzolla)?

¡Claro! Es una gloria maravillosa. Trabajé más de veinte años con él, y lo conocí cuando yo tenía 15 y él 26. Es una pared de mi vida. Teníamos una relación maravillosa. Le decíamos Speedy González, porque todo era rápido: componer, grabar, ir a tocar; y yo soy pachorra: montevideano y oriental. Eso se complementó muy bien para componer, para conversar. Por ejemplo, tenía momentos de mucha paz que viví con él en Mar del Plata, de donde era oriundo. Le gustaba pescar tiburones —cosa que, por supuesto, no se puede hacer corriendo— y mientras los esperábamos charlábamos de tango, música, poesía, arte, de amigos, de la vida. Pasábamos meses maravillosos, donde nació una amistad de fierro.

 

¿En qué está trabajando?

Estoy grabando los 30 poemas de mi primer libro, con mi propia voz. Nunca pensé que ese libro iba a cambiar mi vida. Nació cuando renuncié al cargo de Secretario del Rector de la Universidad y dije: «Qué suerte: no tenemos plata pero sí todo para hacer lo que quiero», que era escribir un poema por día. Se lo mandé a Cátulo Castillo, quien me escribió una carta consagratoria que sirve de prólogo; y Troilo lo tenía en su mesa de luz para leerlo todas las noches; es decir, tuve el mejor jurado. También estoy armando una antología de 450 poemas y letras: Balada para un loco y compañía —porque el loco de la balada viene acompañado por el de la bicicleta blanca, el  chiquilín de Bachín, el payaso de Soy un Circo— y otro trabajo que hicimos a lo largo de un año con un maravilloso intelectual platense que escribe como los dioses y conoce mi obra como nadie. Se va a llamar La palabra aprendida. Conversaciones con Horacio Ferrer. Durante todos los sábados, me trajo cuarenta preguntas sobre mi vida y mis cosas, e hizo un libro de 400 páginas que es una maravilla. Estoy buscando plata para editarlo. Espero aprovechar la ley de mecenazgo, con algunos amigos empresarios que tienen el dinero para poder hacerlo. Finalmente, mi quinto libro: Sonetos Mozart, sobre su vida, obra, amores, viajes; la precocidad infantil, sus padres y su tremendo final. Ahora viajo a Austria para presentarlo y a fundarla Academia Nacional del Tango en ese país, que es el de los valses, amigos de los tangos.

 

Más allá de la relación tango-rock, ¿lo apena que los jóvenes se están perdiendo el lunfardo?

La juventud no se fue, a pesar de lo que dice el tango: cuando uno tiene un espíritu especial, lo que cambia es la edad. Los jóvenes hablan su propio lunfardo. A veces pienso en el tema Malvinas, porque en realidad todo el país sigue siendo colonizado. Lo estamos por el rock, idioma totalmente ajeno porque ni siquiera ha aparecido dentro de él la entraña del porteño o del argentino. Para mí, Osvaldo Pugliese, con su trayectoria de maravillosos 40 años de creación, una orquesta con músicos extraordinarios, y un estilo que ha recorrido el mundo presentando la cultura y el parte argentinos, es mucho más importante que los Beatles. Y puedo demostrarlo. Me encantan los Beatles, pero son ínfimos frente al monumento que es Osvaldo Pugliese.

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