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8 marzo, 2013

Entrevista con la escritora Aurora Venturini, que acaba de cumplir 91 años.

Por: Gonzalo Figueroa

A poco de haber cumplido 91 años (el 20 de diciembre de 2012), Aurora Venturini habla de su carrera, de la literatura de países fríos, de su familia. Ella misma va hilvanando las ideas que se cruzan por su cabeza, y lo mejor que se puede hacer es dejarla hablar.

A los 90 años, Aurora Venturini publicó un nuevo libro de cuentos. Ahora, camina con dificultad, por un accidente que hace dos años le quebró varios huesos. Aurora Venturini escribe todos los días —lapicera sobre papel— y está por terminar una novela. Se siente lúcida, con ganas de seguir trabajando, porque solo cuando se muera dejará de escribir. «Si no —se pregunta—, ¿para qué sirvo?»
El pelo corto y colorado, los ojos en cuencos de igual color atrás de anteojos sin armazón. El cuerpo muy flaco, tan frágil, bajo una camisa blanca que le queda grande.
Vive en una casa de La Plata. Las paredes tienen terror al vacío y rebasan de cuadros, diplomas, calendarios, muebles con libros viejos, imágenes de Jesús, un reloj, una muñeca de trapo y más. La foto de Evita y el cuadro de Borges conviven en una paz ajena a las rispideces políticas.
Su primera publicación fue un cuento o una poesía —no recuerda— en el diario El Día de La Plata. A los 18, escribió su primer libro. Y a los 26 Borges le entregó el Premio Iniciación por la novela El solitario.
Hasta hace poco publicaba una columna semanal sobre mujeres destacadas en el diario Página/12. Dejó de hacerlo al llegar a las 300 publicaciones porque no quería que los lectores se cansaran de ella, se sentía como una gota que caía periódicamente. Hoy solo escribe cuentos y novelas, pero cree que la poesía está siempre, que no se pierde.
«Ya no es época de poesías. Es una época muy mecanizada, no es tranquila».

¿Hace falta tranquilidad para la poesía?

No sé si es tranquilidad. La poesía es una cosa muy delicada, muy puntual, muy estructural. No es lo que se hace ahora, que sobre el papel se tiran palabras que no dicen nada. Yo no quiero la poesía cursi ni romanticona. Pero sí la poesía que dice cosas. Hemos tenido muy buenos poetas acá que ya se han muerto. El gran poeta del 40 fue Alberto Ponce de León, que escribió Tiempo de muchachas. No sé si lo habrás leído.

No, no lo leí.

Bueno, hay que leer esas cosas también. Yo formé parte de la generación del 40. Escribíamos poesía y habíamos formado un grupo que se llamaba «Los escritores del bosque», y habíamos publicado muchos libros buenos. Ese libro lo dirigía Raúl Amaral, un gran poeta también, que ya murió hace mucho. Estaba María Granata, estaban Roberto Themis Speroni, María Elena Walsh y otros. Todos desaparecidos. Pasó el tiempo, como pasa todo, y los que quedamos entramos en la novelística.

¿Por qué pasó a la novela?

Me resulta cómodo porque es relatar cosas. Yo dicté muchos años cátedra, más de 30 años. La vida me llevó a muchas cosas, las ideas políticas también, porque yo soy peronista y tuve que pagarlo. Me tuve que ir del país, viví muchos años en Francia. Revalidé el título, trabajé, hablo francés perfectamente. Traduje a Villon, a Rimbaud. ¿Has leído a Rimbaud?

Aurora habla así; cuenta lo que quiere contar. Pasa de un tema a otro con la misma lógica con la que se suceden los adornos de las paredes de su casa.
Un día de 2007, Marta Darhanpé Baliño, su secretaria, le propuso participar del Premio Nueva Novela de Página/12 con algo que Aurora estaba escribiendo. Dos días antes de la fecha de cierre, terminó de escribir su novela Las primas y la mandó al concurso. La búsqueda era de una voz «osada, innovadora y joven». Lo más osado, innovador y joven entre seiscientas obras iberoamericanas fue lo que escribió una mujer de 85 años que ya llevaba más de 30 libros publicados, ninguno en una editorial grande. Una novela sobre una familia signada por las deformidades, los retrasos mentales y la disfuncionalidad. Una hermana abusada, un homicidio, un par de abortos, una sobrina con seis dedos en cada pie.
Antes de que se decidiera la obra ganadora, Liliana Viola fue la encargada de llamar a Aurora para avisarle que estaba entre las 10 finalistas. Viola cuenta en una nota en Página/12 el primer diálogo que tuvieron:
«—¿Aurora Venturini?
—Sí, señorita.
—¿Usted se presentó con el seudónimo Beatriz Poltrinari al concurso Nueva Novela de Página/12?
—Sí, señorita, me presenté con Las primas.
—¿Sabe que está entre las 10 finalistas?
—No. ¡Ay! Sería muy importante que esta novela ganara. ¿Sabe por qué? Porque Las primas soy yo…
Las primas soy yo, señorita, es mi familia. Nosotros no éramos normales. En casa todas mis hermanas eran retardadas… Y yo también».
En diciembre de 2012, en su casa, alrededor de una mesa de vidrio redonda con una notebook y varios manuscritos, le pregunto:

¿Por qué escribió un libro sobre su familia?

No, ¿cuál familia? Nunca escribí…

El libro Las primas.

No era mi familia. Yo trabajé con los anormales, soy psicóloga y he trabajado con chicos discapacitados. Dicen que los niños, los borrachos y los débiles mentales dicen la verdad. Entonces, en su media lengua, en su manera disminuida de expresión, dicen toda la verdad. Pero mi familia no es. Que en mi familia hay, hay, como en casi todas las familias.

Leí que usted había dicho que ese libro era en referencia a su familia.

Hay gente que toma a mis personajes como si fuera mi familia, y no es así. Hay gente que escribe sobre mis cosas y no la he visto nunca.

A lo largo de aquella nota Aurora indicó muchas veces que la novela era muy autobiográfica; también lo hizo en muchas otras entrevistas. No en esta.
En 2008 ganó el premio Otras Voces, Otros Ámbitos, que entregan El Corte Inglés y el Hotel Kafka, por el mismo libro.

¿Las primas es el libro que más le gusta?

Me gustan todos los libros, pero el que más me gusta es La montaña mágica, de Thomas Mann, hubiera querido escribirlo. Y mi autor predilecto es Dostoievski. Me gusta Kafka con El proceso. Me gusta la literatura difícil, no la pavada. Lo latinoamericano no me gusta. Algunos sí. Miguel Ángel Asturias, que escribió Mulata de Tal, ese libro es una delicia. Hay unos cuantos. Este muchacho, cómo era que se llama, el autor de El coronel no tiene quien le escriba…

García Márquez.

Sí. Cuando gané el premio, me llamó. Habrá otro por ahí. Entre los platenses, Leopoldo Brizuela me gusta. Es muy bueno. Gabriel Báñez, que se mató. Era muy bueno, qué lástima que se mató, qué tonto. La gente de La Plata es dramática: muchos se han suicidado. Mis escritores predilectos son dificultosos en la lectura. Me gusta escarbar y después de un rato me doy cuenta de que es porque son profundos. Como el que busca oro o diamantes o esmeraldas, tiene que raspar y raspar.

¿Borges le gusta?

Éramos amigos, pero sí. El Aleph es una perla. El Aleph y todo lo de él. Manucho Mujica Láinez es un gran escritor. José Bianco, también; las Ocampo: Victoria y Silvina. Para mí, una escritora extraordinaria es Virginia Wolf. Yo elijo los que están más de acuerdo conmigo. Los escritores, digamos, de los países fríos, los rusos, los alemanes, los ingleses. Y, además, para mí Francia es una cuna porque viví mucho ahí, y conocí a Simone de Beauvoir, a Jean-Paul (Sartre), conocí a muchísimos. Me gusta la literatura de ellos. Me gusta de afuera la filosofía de ellos, pero no la practicaría nunca.

¿Por qué no le gusta el existencialismo?

Cómo me va a gustar. Yo soy católica, m’hijo; no soy chupacirios, pero mi vida es simple en el sentido de que las cosas extrañas no van conmigo, ni el matrimonio ese, igualitario. Tampoco soy conservadora, no soy una santa. Soy una mujer de mundo que anduvo mucho, pero no me gustan las anomalías, lo que sale de la naturaleza humana que está establecido no por las leyes sino por la ética, que no es ni católica ni judía ni musulmana. Es una idea mía que tampoco quiero imponerla. Yo soy muy contraventora en la literatura porque hasta me invento términos. Hay una cierta contravención porque mi vida es la escritura y no he hecho otra cosa, ¿vos querés creer? Mi vida ha sido puramente intelectual. En cuanto a fracasos, tuve muchos fracasos sociales, de contacto con la gente. Algunos dicen que soy insoportable.

El marido de mi madrastra es el último libro de cuentos que publicó, y el tercero con Mondadori, que además de Las primas editó Nosotros, los Caserta en 2011, que es un libro que Aurora había escrito y publicado en 1992. En esos cuentos se ve la tozuda necesidad de Aurora de crear personajes escatológicos, repulsivos, idiotas, incapaces de socializar. Dice el primer párrafo del primer cuento: «Carbúncula Tartaruga sale al anochecer apoyada en sus gruesos bastones de madera durísima, acaso sea roble. De otra manera, esos soportes se hubieran doblado y hasta se hubieran quebrado, tal la enormidad seudohumana de la usuaria, porque Carbúncula es inmensa. Carbúncula es torpe en su caminar lentísimo. Tan lento…». Ese cuento ya había sido publicado en el diario Página/12.
Leila Guerriero, en una nota para la revista Gatopardo, dice al hablar de Carbúncula: «Cuando la mujer que inspiró el cuento —una vecina— leyó el periódico y la llamó para quejarse, Aurora Venturini le dijo: “¿En qué parte se reconoció, en esa que dice que mató a su madre?”».
En casi todos los cuentos de El marido de mi madrastra, el narrador está en primera persona y da una sensación de biografía solo expresamente presente en el cuento «El abuelo Melo». Ahí están su abuelo materno —Melo— y su tía abuela —hermana de aquel—, Amada. Melo fue periodista del diario La Nación en épocas de Bartolomé Mitre y murió de saturnismo, una enfermedad muy común entre tipógrafos.
«La madre de mi abuelo Melo era inglesa, tal vez de ahí me viene mi predilección por esa literatura fría, por esa literatura analítica, despegada de la cosa orgánica. Dijéramos asentimental, cruda».

¿Le hubiera gustado nacer en alguno de los países más fríos?

Yo iba muy seguido a Europa, me gustaba la Navidad allá, que hace mucho frío, ver a Papá Noel con los siervos que llevan el trineo, ir a la misa de Notre-Dame en París, ver los puentes. Ahora le escribo a mi representante en Francia y me dice que ya está haciendo frío allá.

¿Le gustaría volver?

(Aurora hace una pausa que se eterniza en siete segundos; ve sin mirar. Quizás medita la respuesta. Tal vez, su mente está en otro lugar, lejos de esta habitación).
Más o menos en diciembre, en la campiña, tienen nieve en los techos. Hay que subir con una pala para sacarla y se hacen muñecos de nieve. Es muy bello. Pero acá estamos.

Aurora escribe todo lo que tiene que escribir con lapicera sobre papel. Luego, una secretaria lo copia en la computadora. Aurora, sin embargo, usa mail e Internet. Revisa las ventas de sus libros y se alegra cuando ve que tienen «cinco tinteros». «Y me entero cuando van a salir los libros, porque a veces no me avisan. Pero yo soy muy avisada, muy despierta. Mirá todo lo que estoy escribiendo al mismo tiempo». En la mesa hay una pila de hojas de casi 10 centímetros de altura.

¿Qué está escribiendo?

Un cuento que se llama «El libro», sobre un libro que encontré en una librería de viejos en Avenida de Mayo, cerca del Tortoni. Después un cuento semipolicial, sobre un tío abuelo mío, Isidoro, que era extraordinario. Mi mamá era sanjuanina, mi abuelo también, y él también. No le gustaba hacer la vida ciudadana, le gustaba estar solo. Vivía bajo los puentes, pero era inteligentísimo. Y además era socio del club hípico. Era amigo de lo mejor de la ciudad de La Plata y vivía en cualquier parte. Pero cuando venía a La Plata se vestía bien. Iba al Club Hípico y salíamos a caballo. Así me contó su vida que fue extraordinaria. El trabajo de él era meterse en los barcos, esconderse y aparecer en medio del mar, no lo podían tirar y trabajaba ahí. Así conoció el mundo. Conoció Europa, China, India, y una vez no volvió. Claro, habrá muerto. Encontrar esos sujetos en la familia es un lujo.

¿Le gustaría dejar de escribir?

Y cuando me muera no voy a poder escribir más. ¿Para qué sirvo, si no? Tengo que dar cuenta de lo que consumo. Es mi trabajo. Si no, soy una vieja de merd, no puede ser. Yo te aconsejo a vos que leas mucho, no que compres libros, en las bibliotecas hay buenos libros. Hay que leer, leer, leer. Hay que leer todo. ¿Cómo se te ocurrió comprar mi libro?

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