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24 octubre, 2012

 

Excéntrico y misterioso, autor de una buena parte de las mejores novelas del siglo XX, Graham Greene llevó una vida acorde con los escenarios exóticos y los atormentados personajes de sus obras. Poco proclive a las entrevistas, en El otro y su doble, de Marie-Françoise Allain, se brindan pistas certeras para conocer vida y obra del prolífico autor inglés.

 

Por Carlos Algeri

 

Existe una frontera sutil, casi imperceptible, que separa al autor de sus obras o de sus personajes. O acaso se trate de un límite que el autor cruza una y otra vez, en direcciones opuestas. Nunca más exacta esta figura retórica que para abordar la vida y obra, apasionante, misteriosa, dual, impar, de Graham Greene (Berkhamsted, Inglaterra, 2 de octubre de 1904-Vevey, Suiza, 3 de abril de 1991).

Novelista (por sobre todo), dramaturgo, guionista, periodista, y crítico de cine y teatro, fue autor de un abultado número de novelas de gran calidad literaria, entre las cuales pueden nombrarse, entre otras, El poder y la gloria, El cónsul honorario, Nuestro hombre en La Habana, El fin de la aventura, El factor humano, El ministerio del miedo, Monseñor Quijote y El americano impasible.

Huidizo, misterioso y dueño de un cáustico humor, Greene podría considerase una figura a la altura de cualquiera de sus personajes: convertido al catolicismo en su madurez, fue espía, apoyó tácita y personalmente cuanta revolución se produjo en el siglo XX, y transitó con idéntica facilidad los leprosarios del África como los prostíbulos de cualquier parte del mundo. Su apego por los placeres mundanos (el alcohol, el tabaco, las mujeres, algunas drogas en cierta época de su vida) se contrapone a menudo con las vivencias de los personajes de sus novelas, atrapados en telarañas metafísicas, dudas de fe, cuando no en existencias moralmente miserables pero siempre incuestionablemente humanas.

Este hombre, que en la mayoría de sus novelas exhibe la duda ética de sus protagonistas como premisa fundamental de sus relatos, era poco proclive a las entrevistas periodísticas, se tratara de medios gráficos o de la televisión, a la que orgullosamente decía no pertenecer. Con el teatro y con el cine, su relación fue diferente. Escribió sólidas obras de teatro (en las que se apreciaba el elegante y preciso manejo de los diálogos que desplegó en sus novelas), algunos estupendos guiones cinematográficos (El tercer hombre, adaptando su propia novela homónima publicada en 1950, con dirección de Carol Reed, y Orson Welles y Joseph Cotten en los protagónicos, fue su punto más alto), y se permitió una breve aparición como actor en La noche americana, de François Truffaut.

En semejante contexto, resulta lógico que quien consiguiera entrevistarlo, y luego volcar esa experiencia en un libro, tuviera que reunir requisitos especiales. Marie-Françoise Allain fue la elegida: «Porque usted es más crítica literaria que periodista, pero para mí mucho más importante que eso es que usted sea la hija de Yves Allain, de quien me enorgullece haber sido amigo», relata el propio Greene en el prólogo de El otro y su doble (Emecé, 1983). El padre de la autora del libro fue espía y apareció muerto en Marruecos en 1966, tras haber sido secuestrado, sin que hasta el momento se hayan aclarado los motivos de su deceso.

El mundo del espionaje y las lealtades que pueden tejerse en un territorio tan lábil aparece en varias novelas del gran autor inglés, quien asegura: «He gozado de la vida en la medida en que la vida me ha dado material para escribir». Queda claro que para Greene el goce y el peligro suelen formar un matrimonio indisoluble, en su obra y en su vida. Aunque en el libro de Allain se encarga de relativizarlo: «No sé si la llamaría una vida de aventuras. El peligro ya no me atrae tanto, en verdad, porque su antídoto, el aburrimiento, se hace menos cruel con los años».

A pesar de reformular su condición de periodista, de asegurar que siempre tuvo muy poco de valiente, su atracción por las tensiones sociales y políticas, y su prodigiosa capacidad para estructurar historias empujan a dudar de sus dichos. Sobre todo, si se añade el complemento ideal de una certera intuición. Un botón de muestra: en 1969, mientras escribía Viajes con mi tía (publicado ese mismo año), Graham Greene estuvo en la Argentina. Desde el barco que lo transportaba desde Buenos Aires hacia Asunción del Paraguay, divisó la ciudad de Corrientes, y el mecanismo del narrador se puso en marcha inmediatamente. Estaba naciendo El cónsul honorario (1973), una de sus novelas más estremecedoras y valiosas. «Había algo en la atmósfera de esa región que sacudió mi imaginación —cuenta en El otro y su doble—. No había nada para ver. Apenas el pequeño puerto y sus casas. Sin embargo, una suerte de encanto operaba en forma subrepticia. De acuerdo con un viejo dicho del lugar, una vez que se descubre Corrientes, siempre se vuelve. En esa época no conocía la leyenda pero, en lo que me concierne, se manifestó con viveza pues, cuando quise escribir la historia de un hombre secuestrado por error por los guerrilleros, me dije que los tupamaros o lo guerrilleros argentinos eran demasiado experimentados para cometer tal falta. Para que la novela fuera plausible era necesario que se tratara de paraguayos suficientemente aplastados por la dictadura de Stroessner para ser todavía tan torpes».

El escritor que en 1923 adhirió por tan solo cuatro semanas al Partido Comunista inglés, tres años más tarde se convirtió al catolicismo, hecho que marcó su vida y su obra para siempre. «No podría creer en un Dios al que comprendiera», sostuvo quien a menudo hizo pendular a sus personajes en la cornisa de la fe. Su obra maestra, El poder y la gloria (1940), está ambientada en México en épocas de persecución religiosa, y su protagonista es un sacerdote alcohólico, padre de una hija, con conductas anticlericales y en fuga permanente para salvar su vida. Desde la vulnerabilidad del personaje principal, el autor ofrece un abanico de riquísimas lecturas en las que no hay lugar para las simplificaciones.

Pese a su aura misteriosa, el hombre del infaltable impermeable y sombrero gris jamás renegó de la que entendía como su función: «El escritor es un ser sin escrúpulos, y eso es cansador. Con esto quiero decir que el escritor describe a veces, no la realidad tal como la ve, sino como debería ser, o tal como sabe que no es. Asume todos sus aspectos». Y amplía: «El cónsul honorario es un libro político, pero no luchaba contra nada ni nadie en particular. Lo que me interesaba eran los individuos y sus ideas o, mejor, la evolución de sus ideas».

Con El americano impasible (1955), considerada por algunos críticos como la mejor novela antinorteamericana de todos los tiempos (condición que Greene no reconoció ni aceptó), el autor cumple en la práctica con otra de sus sentencias: «Un escritor golpea más fuerte y mejor a través de sus libros, que si firmara peticiones o manifiestos. Escribir es por cierto una forma de actuar».

Dueño de una prosa contundente y amena, que no se detiene en descripciones innecesarias, responsable de diseñar personajes tan complejos como atractivos, el autor de El agente confidencial (1939) dudaba a menudo de la calidad de varias de sus mejores novelas. Por caso, El factor humano (1978): «No creo que sea una de mis mejores novelas, sólo es bastante buena. Quizá la haya subestimado. Para el escritor, los defectos reaparecen como panadizos. Un panadizo no representa más que una parte del cuerpo, pero molesta más que todo el resto. Mi libro preferido, el que menos me molesta es El cónsul honorario, y en segundo lugar, sin duda, El poder y la gloria».

Numerosos artículos resaltaron, no siempre de manera feliz, el vínculo entre religión y literatura que impregna la mayoría de sus libros. En El otro y su doble, el escritor se despacha sin ambages contra ellos: «Un periodista bastante estúpido afirmó que yo había pasado mi vida construyendo el infierno con la ayuda de mis novelas, a falta de haberlo hallado en el curso de mis viajes… La realidad es ya demasiado dramática como para que la literatura sea el único campo de ese infierno. En el que, por otra parte, no creo».

Pese a que sus libros vendieron millones de ejemplares, Graham Greene nunca se engañó: «Si el oficio de escritor representara sólo un medio de ganarse la vida, no se escribiría nada. Sin la ambición de ser un buen escritor, no se viviría». No obstante, su producción fue observada desde algún sector de la crítica con cierto facilismo o alguna tendencia reduccionista. Para responder, el artista reúne al otro y a su doble, al escritor y al hombre: «Mis libros son sólo el reflejo de la fe o de la falta de fe con todos los matices posibles entre esos dos polos. No veo por qué quieren endilgarme absolutamente la etiqueta de escritor católico. Soy sólo un católico, y también un escritor».

Con tamaño personaje —excéntrico, bohemio, inclasificable—, es razonable pensar (aunque más no sea por un momento) que la inspiración le tendió varias manos a lo largo de su obra. Él mismo se encarga de dinamitar esa posibilidad: «Si se quiere escribir, es absolutamente necesario establecer una cantidad de pequeños hábitos. (…) Escribir debe convertirse en una rutina en sí. Cuando trabajo seriamente en un libro, comienzo muy temprano por la mañana, alrededor de las 7 u 8, antes de haberme afeitado, tomado un baño, leído la correspondencia o cualquier otra cosa, porque si tuviera que esperar lo que la gente llama “inspiración” no se escribiría una palabra».

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