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25 marzo, 2013

 

Encumbrando el mito y omitiendo reprobables perfiles de la personalidad de su protagonista, Hitchcock es una renovada muestra de una tendencia peligrosamente acendrada en Hollywood: dibujar un perfil presuntamente biográfico de algunas personalidades, apelando al recorte de la información o, directamente, a la omisión.

 

Por: Carlos Algeri

 

Puesto de moda pomposamente hace unos años por la prensa made in Hollywood, el género biopic (apócope surgido de biographical motion picture) pareciera lo más novedoso y atractivo que, en general, la industria norteamericana tiene para ofrecer cuando se trata de llevar a la pantalla grande la vida de celebridades.
La recientemente estrenada Hitchcock resulta una prueba fehaciente de cómo los años pasan y las mañas quedan. Sobrevalorado en su momento (y aún hoy), el cineasta inglés tuvo una virtud muy apreciada en la Meca del Cine: atiborrar las salas de espectadores con películas que raramente pueden ser consideradas más que atractivas obras de género. Indudablemente magnéticas, las películas de Hitchcock, entre otros grandes logros, consiguieron que el notable François Truffaut le dedicara un libro al cine del denominado Maestro del suspenso. Resultaría insulso y hasta inapropiado discutir ese mote, tanto como negar que muy raramente alguna de sus películas se encuentra mencionada entre las mejores de la historia.

En esta versión liviana, blanca y totalmente exculpatoria de su cuestionable personalidad, Alfred Hitchcock aparece como una suerte de quijotesco cineasta que, contra toda lógica aparente, desea jugarse su fama y su fortuna en la realización de Psicosis. El personaje compuesto por Anthony Hopkins aparece inseguro, de a ratos depresivo, sostenido fundamentalmente por la férrea personalidad de su esposa, Alma Reville (Helen Mirren), a quien finalmente logra convencer para que hipotequen la casa y todos los bienes matrimoniales, para apostar a la filmación de una película cuya repercusión en el público, la crítica y la taquilla es harto conocida. Tanto como la escena de la ducha.
Cuesta creer el apasionamiento que muestra el personaje de Anthony Hopkins, cuando algunas crónicas de la época mencionan que el verdadero Hitchcock era un hombre bastante abúlico, aburrido, que a menudo dejaba el rodaje de algunas películas en manos de sus asistentes. Incluso, algún osado escriba dejó trascender que hasta llegaba a dormirse en el set durante las filmaciones.

Al destacado escritor Robert Bloch, autor de Pshyco, la novela que dio origen a la película homónima, ni se lo menciona: su nombre y su apellido solamente aparecen en la portada del libro, en un par de escenas. Tamaño autor, en un contexto como el mencionado, merecería por lo menos una mínima participación como personaje. En cambio, sí aparece una Janet Leight (Scarlett Johansson) demasiado lela para creer que podría ser real, y un ridículamente amanerado Anthony Perkins (James D’Arcy), permanentemente al borde de un ataque de pánico. Pero esto no es lo peor: si un gigante como Anthony Hopkins apenas puede con el protagónico (construido muy básicamente a partir del guión y de la marcación del director Sacha Gervasi), o el talento de Helen Mirren tampoco le dobla la muñeca a su enmaquetada Alma, desde lo cinematográfico la película está en serias dificultades. Del mismo modo que el cuidadoso ocultamiento o la deliberada ignorancia de algunos perfiles del personaje alimentan fundadas sospechas. Un hombre que dictaminó «Los actores son sólo ganado» difícilmente ejerciera tan compleja tarea de seducción para convencer a su actriz protagónica de aceptar el personaje, como muestra la película. En alguno de los lados habita la mentira: en la declaración hitchcockiana o en el film.
Egocentrista y envidioso, el verdadero Hitch (como solían llamarlo) despreciaba todo aquello que no fueran sus películas. Los guionistas se quejaban a menudo de que se veían en figurillas para plasmar las obsesiones del director. Y, cuando lo conseguían, Hitchcock atesoraba el logro para sí, retaceando el crédito a los verdaderos hacedores. Del mismo modo, su pretendidamente graciosa frase «Ninguna mujer que pasa horas fregando en su casa pagará una entrada para ver a otra mujer fregando en la pantalla» fue una demostración poco afortunada y escasamente sutil de su desprecio hacia el neorrealismo italiano, que por cierto influyó mucho más profundamente en el cine que las películas del autor de La ventana indiscreta.

Disfrazada, la envidia de Hitchcock se enmascaraba en las supuestas ironías que algunos creían encontrar en sus frases, escasamente british. «Las películas con mensaje son para los carteros» era un tiro al corazón de la nouvelle vague francesa o al valioso aporte de refinados cineastas italianos, como Luchino Visconti o Michelangelo Antonioni. Con escaso margen de error, puede suponerse que el realizador inglés abominaba de las historias testimoniales y las exquisiteces estilísticas que él no podía o no se atrevía a emprender. «El cine son un montón de butacas que hay que llenar», solía decir también, en un impensado ejercicio de honestidad intelectual, también alojado debajo de una pretendida ironía que, en realidad, podría leerse como una declaración de principios.
Luego de Psicosis, Hitchcock filmaría Los pájaros, con Tippi Hedren (madre de Melanie Griffith) y Rod Taylor. Cuentan que, durante el rodaje, Hedren estaba aterrorizada, y que Hitch gustaba acentuar ese sentimiento enviándole pequeñas réplicas de ataúdes como regalo. Después de la filmación de las últimas escenas, cuando los pájaros atacan a su personaje, la actriz terminó tan exhausta y asustada que se sentó en medio del estudio y comenzó a llorar. Sería el comienzo de una relación enfermiza, sobre todo porque Hitchcock quiso ejercer una actitud controladora con la actriz, con quien filmó otra película (Marnie), y a quien amenazó con arruinarle la carrera, una vez que los conflictos entre ambos fueron aumentando.

Por supuesto que nada de esto aparece en la película. Del mismo modo que el Chaplin de Richard Attenborough es un sufrido comediante que llega a la cima (aunque en este caso se trate de un artista genuino y determinante en la historia del cine), omitiendo su tendencia a la avaricia, o su repudiable acción de llamar telefónicamente a los estudios cinematográficos más importantes para que le negaran trabajo a Stan Laurel y Oliver Hardy, a quienes consideraba sus competidores, y llevó a la ruina.
Del mismo modo, aunque en este caso por la incapacidad de su guionista y director para delinear perfiles profundos y verosímiles, en The Doors, Oliver Stone reduce la obra y la influencia del mítico grupo de rock a una sucesión de orgías sexuales y sesiones de drogadicción, con Jim Morrison como estandarte. Perfil innoble e inmerecido para semejante creador.
Quienes sostienen que en Hollywood todo es posible no mienten. Las biopics, por ejemplo, se han convertido en efectivos mecanismos para exhibir una supuesta fidelidad biográfica a partir del ocultamiento o la manipulación. La mentira puede ser verdad, y viceversa. Poco importa. Al fin y al cabo, solo se trata de llenar unas cuántas butacas.

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