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4 septiembre, 2012

Todos los bambúes, el bambú. Todos los hombres, el hombre.

Oriente y Occidente compartían hasta el período medieval sus concepciones filosóficas y religiosas, y la idea de un arte intrínsecamente unido a lo sagrado y religioso.

Por Natalia Bonaventura

Una radical diferenciación comienza a hacerse evidente hacia el siglo XVI, con el surgimiento del post-Renacimiento europeo, dada su orientación filosófica antropocéntrica.

Esta inclinación secularizaba el quehacer artístico hacia sugerentes esferas existencialistas, donde el hombre pretende ser amo de sí mismo. Europa deja de pedir permiso a Dios… y se lanza ávidamente hacia las ciencias. La mentada revolución copernicana, tanto como el encuentro fortuito con un exuberante continente americano, de cultura y dioses diferentes, probablemente hicieran tambalear aquella concepción teocéntrica de la vida.

Occidente comienza entonces un camino hacia la exacerbación egoica, al parecer sin retorno. El arte se divide en escolástico cristiano y personal.

Para Oriente, contemplar una superficie estática como un fin en sí misma, sólo porque es bella, es mero fetichismo.

Contemplar desde una mirada occidental las artes asiáticas implica un desafío a nuestra suposición del arte como mera creación original o modo de evasión de los problemas de la vida.

El artista oriental no busca exaltar su personalidad expresiva, sino que su poética se legitima mediante la sublime representación de la condición humana, el espíritu de la Naturaleza. Capturar con mínimos recursos plásticos ese atisbo sagrado escondido en cada elemento.

Para alcanzar tan elevada meta, era menester una rigurosa disciplina en cuanto al adiestramiento en los movimientos precisos del pincel.

La razón de ser de esta obra de arte es el tema, y es eso lo que debe cautivar al espectador en servicio o significación de algo. El hacedor debe palpitar en sintonía con lo que ha de representar, así como el espectador sólo puede conocer lo que se ha representado cuando se convierte él mismo en el tema de la obra y percibe que el tema lo expresa a su vez.

Una o mil pinturas de bambúes en sumi-e japonés tendrán como fin religar al espectador con la esencia de esta vegetación. Tan sólo en apariencias distintos, bambú y hombre comparten una esencia de estoicismo inquebrantable, ora ante los fuertes vientos, ora ante las vicisitudes de la vida.

Si observamos, por ejemplo, la panorámica escena de un paisaje, existe un diálogo alusivo sobre el devenir de la existencia. Nada en la composición es decorativo o pretende exaltar el virtuosismo del autor; la búsqueda consiste en develar la esencia de los elementos desde un plano ontológico.

Para que este fin sea posible, el artista no debe estar distraído por deseos o pensamientos de sí mismo, y esto es lo que significa pintar desapegado de su ego.

A los occidentales puede parecernos que estas artes, en las que se expresan los mismos motivos y se emplean los mismos símbolos durante períodos de miles de años, son monótonas. El observador moderno, acostumbrado a la idea de la propiedad intelectual, confundido por el magnetismo del genio, y a pesar del automatismo de su propio ambiente, habla de diseños estereotipados, y ve en la fidelidad metódica del artista una especie de esclavitud, pues es incapaz de concebir lo que significa pintar con la humildad de saberse canal de una conciencia divina.

Toda obra de arte deviene así, potencialmente, soporte de contemplación. La belleza formal de la obra invita al espectador a realizar por su parte un acto espiritual, del que la obra de arte física no ha sido más que el punto de partida.

Do: el Camino del Arte

En Occidente relacionamosla palabra Do con varias artes japonesas: Ju Do, Ken Do, Aiki Do, Sho Do o caligrafía… Do significa «camino, vía». Proviene del chino: Tao.

En sus estudios acerca del arte oriental, el doctor Ananda Coomarswamy afirmaba que añadir el sufijo Do a un arte significa que en éste se busca el perfeccionamiento por esa búsqueda del Do, es decir, por el autoperfeccionamiento.

El Do es la manera, el espíritu utilizado en la ejecución de este arte, y este espíritu, esta vía, sería la expresión del pensamiento Zen.

El espíritu del Zen prioriza el estado de concentración mental: el pasado quedó atrás, el futuro aún no ha llegado. Estamos en un ahora constante. Hacia donde nos desplacemos, estaremos nosotros, aquí. Todo lugar es aquí para nosotros. Aquí y ahora. Tan sólo lo que estamos haciendo en el mismo momento tiene realidad y, por lo tanto, importancia. Por lo mismo que no podemos estar fuera del aquí y del ahora, esto tiene que atraer toda nuestra atención; tenemos que ser perfectamente conscientes de lo que ocurre aquí y ahora, y concentrar toda nuestra atención en ello.

Cuando abrigamos esta idea, se esfuman las jerarquías entre lo protagónico y lo insignificante: todo detalle adquiere el mismo valor.

La delgada gota de lluvia cayendo sobre el océano, y el océano mismo, son vitales actores del constante fluir universal. Así mismo, el hombre es tan sólo una criatura más, vulnerable y cambiante también.

Koan visual

Un koan es, en la tradición Zen, un problema planteado por el maestro para comprobar los progresos de su discípulo. En el filme Samsara, que narra la vida de un monje budista, él mismo debe resolver el siguiente acertijo: ¿Cómo lograr que una gota de agua no se seque? Generalmente, parece un planteo ilógico o banal.

Para alcanzar su resolución, el novicio debe desapegarse del pensamiento racional; aumentar su nivel de conciencia expandida trascendiendo el sentido literal de las palabras.

Este hallazgo lleva a un despertar de la conciencia: iluminación.

Dentro del lenguaje visual, podríamos decir que tanto la pintura como las demás expresiones plásticas, en Oriente, anidarían en su germen este principio funcional de los koan: mediante la silente contemplación de esas escenas simples, nos abrimos al encuentro de respuestas que nos funden con nuestra esencia universal. Permitámonos unos segundos de esa genuina conexión en la que el tema y nosotros somos Uno.

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