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15 junio, 2012

A 205 años de la Defensa de Buenos Aires frente a las tropas británicas.

 

Por: Rafael Giménez

 

Turistas y porteños visitan el templo o pasan por calle Defensa sin notar siquiera la existencia de los vestigios de la batalla por el Río de la Plata, que marcó el camino de la independencia de la América española.

Detrás del altar menor que corona la nave izquierda de la Basílica de Nuestra Señora del Rosario, en el viejo barrio porteño de Monserrat, se exhiben para un público siempre ausente las banderas capturadas a las tropas británicas durante la segunda invasión inglesa al Río de la Plata. A veces, se ofrecen misas en la nave izquierda de la Basílica, en las que el sacerdote y los monaguillos dan la espalda a los estandartes ajados de Su Majestad y de sus regimientos vencidos.

La Defensa de Buenos Aires, que sorprendió a los continentes en aquel invierno de 1807, ha sido presa de ese filtro estilo Billiken con que se ha pretendido (no inocentemente) empaquetar, aislar y colorear la Historia, como si esta pudiese enseñarse a través de un proyector de diapositivas, donde cada imagen ha sido cuidadosamente diseñada y donde los elementos que la componen (y los que no) han sido deliberadamente escogidos. Pero esto es tema para otra nota. Lo que nos interesa aquí son las banderas y lo que ellas significan para esta ciudad y para el país.

Esas banderas, aprisionadas entre vidrios y marcos que les impiden desintegrarse por completo (y de una vez), son los símbolos de una victoria que habría de condicionar el escenario americano hacia los procesos independentistas del siglo XIX.

La Francia de Napoleón dominaba Europa y había aislado a Inglaterra del resto del continente, obligándola a buscar nuevos mercados. Ante esta necesidad, el dominio de la ruta a la India era imperiosa, y el agrietado monopolio colonial español era el último obstáculo entre la industria británica y las Américas.

Las batallas que en 1806 y 1807 tuvieron lugar en Buenos Aires fueron acontecimientos decisivos para la Historia tanto americana como europea. Buenos Aires, esa aldea maldita que en sus primeros años sucumbió en los confines del mundo (hoy Parque Lezama) ante el hambre y fue abandonada, se refundó tenazmente (en la actual Plaza de Mayo) por una razón puramente estratégica: si se quería llegar al corazón de la América española, a ese verdadero El Dorado que fue Potosí, debía controlarse el Río de la Plata, donde nacía el camino al Alto Perú.

El Cerro Rico de Potosí, o lo que queda de él, está en Bolivia, lo que por entonces era conocido como el Alto Perú. Para llegar a él (si descontamos la travesía desde el Pacífico, que implicaba dar la vuelta al mundo y cruzar la Cordillera de los Andes), sólo había dos caminos: por el norte o por el sur.

La primera ruta implicaba cruzar el Atlántico Norte y llegar al Caribe, esquivando piratas y corsarios ingleses, holandeses y de algunas otras banderas, para luego atravesar el Darién (actual Colombia), y entrar en el Alto Perú por la selva. Este camino era prácticamente imposible. La combinación de selva amazónica y Cordillera de los Andes disuadió cualquier intento.

El este era territorio inexplorado y duro, y detrás de él yacían los dominios portugueses. Un camino no menos dificultoso era a través de los Andes hacia el Perú y de allí por el Pacífico a Panamá, cruzar el istmo por tierra y encarar la travesía del Caribe rumbo al Atlántico.

Pero el camino del sur significaba rodear la costa brasileña y entrar por el Río de la Plata como se entra por una puerta a Sudamérica. Desde aquí podía optarse por remontar el Paraná rumbo al Paraguay y de allí al Alto Perú o cruzar las gentiles Pampas, rodeando el Chaco (aún no colonizado) a través de las actuales provincias de Sante Fe, Córdoba, Santiago del Estero, Tucumán, Salta y Jujuy. He aquí la importancia comercial de Buenos Aires.

Pero además el Río de la Plata era pretendido por los portugueses, quienes presentaban mapas donde la Línea de Tordesillas, el trazo imaginario que dividía ambos dominios, lo incluía dentro de sus territorios. (De hecho, el Río de la Plata fue llamado Río de Solís pero, para minimizar el carácter castellano del descubrimiento y la exploración del también nombrado Mar Dulce, los portugueses impusieron la denominación Río de la Plata por sobre los otros dos nombres.)

Entonces, Buenos Aires, además de ser la puerta de entrada a los dominios continentales de la Sudamérica española, se constituía como una trinchera frente al avance portugués desde el Brasil y como un guardián (no siempre muy efectivo o leal) de las colonias del sur. Pese a que Buenos Aires y el Brasil fueron desde el principio, naturalmente, enemigos, existió, debido a la lejanía de las metrópolis, intercambio y, por ciertos momentos, algún grado de interdependencia.

La ciudad-puerto, convertida en capital virreinal, no tardó en asumir su rol de agente colonizador y creció vertiginosamente, dominando política y económicamente a las ciudades mediterráneas (del Interior), del Litoral, e incluso a la que sería su rival en la otra orilla, Montevideo, la fortaleza naval española de la América del Sur.

Gran Bretaña intentó dos veces anexar los territorios del Virreinato del Río de la Plata a los dominios de la Corona: en 1806 (la Reconquista) y en 1807 (la Defensa). El primer episodio se dio a finales de junio de 1806, cuando 1.600 británicos, al mando del coronel William Carr Beresford, desembarcaron en la costa de Quilmes, tras cañonear las posiciones de los milicianos criollos en la Ensenada y Punta Lara.

El combate sucedió en ambas orillas del Riachuelo, y el desempeño de los defensores fue tan mal organizado (y sus recursos tan escasos) que el 27 de ese mes las autoridades rindieron la ciudad al invasor. La bandera británica fue izada en la Plaza Mayor (hoy Plaza de Mayo), donde ondeó por 45 días.

Es conocido el episodio de la huida del virrey Sobremonte a Córdoba, y la captura o entrega del tesoro de Buenos Aires a los ingleses (quienes lo recibieron en Londres con una pompa carnavalesca); pero lo que no es tan conocido es el hecho de que los vecinos de la Capital estaban tramando planes, para expulsar a los herejes, entre los que se cuenta la intención de volar el Fuerte de Buenos Aires (que se alzaba donde hoy está la Casa Rosada) con explosivos caseros.

La expedición venía de arrebatarle la Colonia del Cabo (Sudáfrica) a los holandeses, dominio estratégico en la ruta hacia la India. La conquista del Cabo fue encabezada por el teniente general David Baird, quien encomendó a William Carr Beresford que hiciera lo propio en el Río de la Plata.

Beresford y el comodoro Home Popham llevaron consigo el 71 Regimiento escocés, uno de los cuerpos de infantería más solicitados del Reino, cuya bandera cuelga derrotada en la nave izquierda de la iglesia de Belgrano y Defensa.

Los ingleses, alentados por la escasa presencia de tropas veteranas españolas en el territorio, y creyendo que la hostilidad de los criollos hacia las autoridades ibéricas los inclinaría a recibirlos como a libertadores, enfilaron hacia Buenos Aires sin haber recibido una confirmación oficial.

Pese a que no faltaron quienes juraron lealtad al invasor o que, al menos, le demostraron simpatía, lo cierto es que los milicianos resistieron con fiereza hasta que las autoridades rindieron la ciudad, sobrepasadas las primeras defensas por la superioridad militar anglosajona.

La Reconquista vino de tres frentes: desde Tucumán, una tropa comandada por José Ignacio Garmendia y Alurralde; por mar desde Montevideo, comandada por Santiago de Liniers; y desde la misma ciudad, por parte de los vecinos organizados, haciendo la guerra de guerrillas, apoyados en algunos casos por españoles monopolistas. Beresford firmó la rendición el 20 de agosto de 1806.

La ciudad no sólo se militarizó, sino que también se politizó, y un Cabildo abierto destituyó al virrey Sobremonte y nombró en su lugar a Liniers, el héroe popular de la Reconquista. Saturnino Rodríguez Peña, en complicidad con Liniers y el alcalde Álzaga, interesaron a Beresford en la idea de la emancipación americana, propuesta que ya había sido difundida enérgicamente entre los ingleses por Francisco de Miranda.

Al igual que Beresford, Gran Bretaña acabaría por entender que conquistar y mantener militarmente la América española era mucho menos conveniente que incentivar y apoyar los procesos independentistas de las colonias, ganando así el inmenso mercado continental americano.

En enero de 1807, los ingleses ocuparon Montevideo. El 17 de febrero, Rodríguez Peña facilitó la fuga de Beresford en Luján.

En abril, los ingleses perderían Montevideo, pero en junio volvieron a la ribera occidental del Río de la Plata, esta vez con doce mil hombres y cien barcos mercantes cargados de productos británicos, dispuestos a tomar el control de Buenos Aires.

Pero esta vez la ciudad estaba preparada. 8.600 hombres constituían la milicia que habría de protagonizar, junto con los vecinos organizados, la Defensa de Buenos Aires.

Tras vencer las primeras resistencias, las tropas británicas entraron por el sur a la ciudad, donde fueron recibidas a tiros, pedradas, y agua y aceite hirviendo. El teniente general John Whitelocke capituló el 7 de julio ante Liniers y Álzaga e intentó, inútilmente, incluir una cláusula que lo autorizara a vender libremente la mercadería que traía en los barcos. Después de todo, ese era el motivo de toda la operación.

La victoria porteña fue saludada en toda América. El Ayuntamiento de la Villa de Oruro, en el Alto Perú, regaló a Buenos Aires una lámina conmemorativa de cobre con motivo del triunfo sobre el ejército inglés, que se conserva en el Cabildo de Buenos Aires. Los ingleses, no obstante, no se quedarían de brazos cruzados y planearían otra invasión para 1808, que no se llevó a cabo, debido al levantamiento del pueblo de Madrid contra los franceses en mayo de ese año. En 1833, consolidada la independencia, los británicos tomarían posesión de las islas Malvinas y expulsarían a las autoridades argentinas y a la población de la isla.

Toda esa historia cabe detrás de la capilla de la nave izquierda de la Basílica de Nuestra Señora del Rosario, en cuyas puertas está enterrado Manuel Belgrano, secretario del Consulado de Buenos Aires (y Virreinato del Río de la Plata), capitán honorario de Milicias Urbanas y general del Ejército del Norte (al mando del cual conquistó una bandera a los españoles que también se conserva en la misma iglesia), héroe de las Invasiones Inglesas y de la guerra por la Independencia.

La torre izquierda de la Basílica conservó hasta hace pocos años las marcas de los cañonazos ingleses al campanario desde donde un heroico tirador le dio batalla al invasor. Hoy, unas bolas de hierro señalan las marcas de los impactos, y una llama arde sin cesar en memoria del creador de la bandera nacional, mientras adentro, al fondo, cuelgan los trofeos olvidados de la patria y de las Américas todas.

Whitelocke fue juzgado en Londres por su derrota en Buenos Aires y concluyó su alegato de la siguiente manera:

«No hay un solo ejemplo en la Historia, me atrevo a decir, que pueda igualarse a lo ocurrido en Buenos Aires, donde, sin exageración, todos los habitantes, libres o esclavos, combatieron con una resolución y una pertenencia que no podía esperarse ni del entusiasmo religioso o patriótico, ni del odio más inveterado».

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