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26 abril, 2013

 

A los 77 años, el autor de La Nona y Yepeto, entre otros títulos, considera que todas las épocas imponen una tendencia hegemónica sobre las tablas y que, en la actualidad, los dramaturgos privilegian las historias ceremoniales por sobre los aspectos sociales y políticos.

 

Por: Carlos Algeri

El hombre que revuelve el azúcar dentro de un pocillo de café con una mano, en tanto con la otra sostiene la pipa que cargará y encenderá varias veces a lo largo de la entrevista, es el autor de buena parte de las mejores obras de la dramaturgia argentina de las últimas décadas. Roberto Cossa (77 años) apela con frecuencia al humor para graficar sus opiniones o sus anécdotas. Su voz suena natural, entrañablemente porteña, indefectiblemente sensata para descubrir el mundo privado de un creador que ostenta títulos como La Nona, Gris de ausencia, Yepeto, Ya nadie recuerda a Frederic Chopin o Años difíciles, entre otros. En su confortable oficina de la Presidencia de la Asociación Argentina de Autores (Argentores), el dramaturgo sostuvo un diálogo cordial y animado con El Gran Otro, con las fragancias del tabaco y el café como perfumados telones de fondo.

Usted se volcó a la escritura porque no confiaba en sus dotes como actor. ¿Qué le disgustaba de su trabajo en la actuación?

No es que no me gustara. Era buen actor, tenía condiciones. Pero no me animaba. Arthur Miller decía: «Somos autores porque somos actores tímidos». Yo más bien soy un actor cobarde, porque no me animé a superar el trauma del escenario.

¿Qué lo traumaba?

El miedo a la exposición. Todavía hay actores que, antes de salir al escenario, no digo que estén traumatizados, pero no están tranquilos. Es entendible: son los mismos nervios que puede tener un jugador de fútbol a la hora de comenzar un partido.

¿Ese miedo aparece cuándo escribe?

De otra forma. Más que miedo, por momentos hay algo de angustia, sobre todo en esos momentos en los cuales uno no sabe bien hacia dónde va. No le tengo miedo a la página en blanco porque cuando me siento a escribir ya tengo algo en mi cabeza; no me siento a escribir a ver qué se me ocurre.

¿Es metódico para la escritura?

No, es largo el tema, porque yo no soy un clásico escritor de todos los días. Escribo espasmódicamente: dejo, vuelvo. Y hay momentos de una gran angustia: tengo días en los que me siento Shakespeare y, en otros, el último comediógrafo de la historia.

¿Cuántas obras lleva escritas?

Nunca las conté exactamente. Pero, entre obras breves y algunas en colaboración, debo tener cerca de cuarenta.

Usted adaptó para el cine dos de sus obras, Yepeto y La Nona, y una novela de Osvaldo Soriano, No habrá más penas ni olvido

(Interrumpe.) Me gustan mucho todas las novelas de Osvaldo, (Soriano) y la amistad era un plus.

Osvaldo Soriano contó una discusión entre usted y él que duró una madrugada, a raíz de una réplica de diálogo de una novela que él estaba escribiendo. Como a usted no le gustaba, Soriano aseguró que, enojado, usted puso punto final a la discusión diciendo: «¿Quién es el mejor dialoguista de este país?». «Vos», admitió Soriano. ¿Fue real la anécdota?

No me acuerdo. Él decía: «El mejor dialoguista sos vos, y el segundo soy yo». De eso sí me acuerdo. Lo otro puede ser mentira, porque el Gordo era un gran fabulador. Yo tengo una anécdota de mi juventud muy divertida, sobre un personaje de mi barrio al que le pasaban cosas muy particulares en un ómnibus. Soriano contaba otra, también muy divertida, que le había pasado a él en el subterráneo. Ya muerto Osvaldo, viendo un documental descubrí que la historia estaba en una película de Harold Lloyd, aquel viejo cómico del cine mudo. El Gordo la sacó de la película y se la apropió. Mentía en esos anecdotarios, pero nunca mentía en cosas serias. En la vida también era un gran narrador.

¿El autor se vale de un cúmulo de mentiras en su obra? ¿En qué punto siente usted que no debe mentir?

Un autor no debe traicionar. Yo hablo desde el teatro: si una obra debe ir inevitablemente en una dirección, y el autor traiciona ese camino, será una traición a la obra. Algunos lo hacen porque piensan en el público. Dicen: «Esto termina muy triste, debería terminar más alegre». Claro que también puede haber otra explicación: hay autores a los que no les da el piné para llegar a ese final.

Temáticamente, sus obras tienen varios tópicos en común: la nostalgia, el desarraigo, algunos ecos de la explotación del hombre por el hombre. Sin embargo, no sé si curiosamente, el suyo es un teatro que privilegia el relato, algo que no siempre se da en el llamado «teatro testimonial». ¿A qué lo atribuye usted? ¿A su formación literaria?

No. Mi formación literaria es muy escasa; mi formación es más teatral. Mi estilo como autor tiene que ver con mi manera de escribir. Uno puede mejorar el nivel, pero no traicionar la manera de escribir. Para mí, el teatro es siempre un relato, una historia. Aun hoy, cuando los conceptos de relato e historia están desprestigiados, ya que el teatro actual, en general, es más ceremonial, está menos ligado a lo social y a lo político. Yo no puedo vivir de esa manera, por eso sigo escribiendo de una forma tradicional. Aunque quisiera, no podría escribir de otra manera. El autor y el hombre van unidos: alguien que no tiene humor difícilmente pueda escribir en ese registro, no le va a salir. Lo que sí hay que tratar siempre es de elevar la puntería, hasta donde uno sea consciente de eso.

¿Por qué en el teatro actual está devaluado contar una historia de manera tradicional, y a qué atribuye usted que, con las excepciones de rigor, las historias se alejen bastante del compromiso político y social?

Creo que coinciden varias cosas. Una es la desvalorización de la literatura que hay dentro del teatro. Aquel teatro literario que dio obras cumbres pero también dejó plomos interminables, en los que al autor hablaba a través de los personajes y el teatro se convertía en un discurso literario. Eso desapareció. También fue entrando en decadencia la literatura del relato. Apareció mucho la figura del director, que interpretó el espectáculo poniendo más el acento en lo visual, en una mayor síntesis cuando se cuenta alguna historia. Después creo que la generación que nació en los 80, con la caída del Muro de Berlín, la desaparición de la utopía del socialismo, es una generación que, con justa razón, no tiene preocupaciones políticas o sociales. Las tienen como ciudadanos, pero no para llevarlas al escenario, en el caso de los autores.

¿Cuáles eran las preocupaciones básicas de su generación?

Nosotros nunca pensamos que con el teatro íbamos a hacer la revolución; no éramos tan ingenuos. Pero creíamos que el teatro iba a formar parte de una revolución. Entonces había una necesidad de testimoniar, aun cuando políticamente no se hicieran obras del realismo socialista. Teníamos necesidad de buscar en lo social, de explicar el fenómeno. Y después aparecía lo nacional, lo propio. La nuestra fue una generación que quiso afirmar mucho lo cotidiano, el lenguaje, el antihéroe argentino o porteño. Hoy, a pesar de que veo que hay de todo, percibo que existe una tendencia hegemónica hacia un teatro que puede pasar en la Argentina, en Dinamarca o en cualquier parte del mundo. No es un teatro que se identifique con lo argentino. Entonces tenemos este tipo de historias: un teatro de gente decepcionada, muy paródico, con una generalidad de obras con humor, poniendo el acento en la familia disfuncional. Toda época tiene una corriente hegemónica.

¿La contracara podría ser Teatro Abierto?

Teatro Abierto fue otro fenómeno, que no tuvo que ver con lo estético. Las obras del ciclo eran muy diferentes, pero en aquella época la tendencia era hacer obras realistas bastante más fuertes. De manera que la mayoría son obras, no de realismo cotidiano, pero sí historias. Teatro Abierto fue un fenómeno político, no estético: nació porque los autores queríamos demostrar que existíamos. En aquella época, habían eliminado nuestras obras de la cátedra Teatro Argentino Contemporáneo, que se dictaba en el Conservatorio Nacional, lo que actualmente es el Instituto Nacional del Arte (IUNA). Allí se formaban los actores, y nuestras obras no se daban a los alumnos. Estábamos prohibidos en todos los espacios oficiales, que en aquellos años eran muchos, porque aparte de los teatros estaba la televisión, que se encontraba en manos del Estado. En los teatros privados, por si acaso, nuestras obras tampoco se representaban.

¿Cuál era la salida, entonces?

Nos quedaba lo de siempre: los sótanos, las catacumbas tradicionales donde siempre hicimos teatro. Nosotros, en realidad, no nos sentíamos tan aislados: podíamos estrenar. Yo estrené en plena dictadura. Lo que sí nos molestó fue esa especie de ofensiva de la dictadura contra los autores argentinos. A partir de la idea de salir todos juntos a un mismo espacio, nació Teatro Abierto. Parecía que iba a ser un ciclo más, haciendo obras a las seis de la tarde en un teatro periférico; pero las jaurías se equivocaron e incendiaron el teatro. A partir de ahí, potenciaron notablemente el ciclo y convirtieron Teatro Abierto en un fenómeno épico. En estos últimos tres meses, recibí a cuatro investigadoras (jóvenes, en general) de Europa: dos de Italia, una de España y una de Francia. Las cuatro, treinta y pico de años después, están estudiando Teatro Abierto para sus tesis en la universidad.

¿Cómo evalúa en perspectiva la repercusión que tuvo Teatro Abierto en la cultura argentina?

Fue un fenómeno que provocó una reacción muy fuerte del mundo cultural. A su sombra se formaron Danza Abierta, Poesía Abierta. Generó una solidaridad entre los pintores, incluso en los empresarios como, por ejemplo, Carlos Petit, dueño del teatro Tabarís, que era una sala frívola por excelencia. Sin embargo, Petit nos invitó a representar nuestras obras en su teatro.

Usted refería que, cuando comienza a escribir, siempre tiene una idea…

Una imagen; no es una idea ni una historia: son dos personajes en diálogo. Generalmente, uno de ellos soy yo. Aunque en las últimas obras no tanto, hubo una época en que mis personajes avanzaban en edad como avanzaba yo. Pero el comienzo de la escritura es siempre muy parecido: un diálogo, una situación pequeña. Luego escribo esa escena, que posiblemente después no esté más en la obra. Sin embargo, fue el arranque.

¿Cuál fue la imagen inicial, por ejemplo, para Gris de ausencia?

Esa obra la escribí especialmente para Teatro Abierto en el verano del 80 al 81. Teatro Abierto comenzó a pergeñarse en septiembre del 80, cuando yo estaba en Europa aprovechando esas épocas en las cuales viajar era barato y en las que tenía casas de amigos en varias ciudades. Entonces los fui a visitar. Entre ellos había exiliados, como el Gordo Soriano, con quien estuve quince días en su casa en París. Mis amigos exiliados tenían amigos argentinos, entonces me venían a ver y surgía la pregunta «¿Cómo está eso?», esa desesperación por saber, incluso la de Soriano misma. En España, estando en Barcelona con un casi tocayo tuyo, Carlos Alfieri, que por aquel entonces escribía en una revista que nació con la democracia española y que reventó todo por el hecho de poner mujeres en malla… ¿Cómo se llamaba?…

Interviú…

Exacto. Alfieri hizo una muy buena carrera, pero era otro al que le agarraba la nostalgia. Ahí me encontré con tipos que hablaban así: «¿Qué ashéee?». Era para afirmar el idioma, mientras que otros empezaban con «Vale, coño, ¿dónde estás?», ya se mimetizaban. En los primeros días de diciembre del 80, me vine con todos esos apuntes y me enteré de que se hacía Teatro Abierto. Dije: «Están todos locos, pero bueno, hagámoslo, no tengo problemas». No iba a dejar de estar. Y ahí, con esas imágenes de la inmigración que relaté, escribí Gris de ausencia. Algunos lo toman con naturalidad, para otros es terrible, es como morirse de a poco. Básicamente el tema era ése: «¿Cómo te podés lavar los dientes a la mañana?». Y sin embargo, se vive…

El periodismo fue otro paso fundamental en su carrera. ¿Cuánto tiempo se dedicó a la actividad?

Trabajé veinte años como periodista. Empecé en Clarín, donde estuve un par de años haciendo de «che pibe». Luego trabajé diez años en la agencia cubana Prensa Latina, algo muy divertido porque era un corresponsal clandestino, ya que la agencia estaba cerrada en la Argentina. Estuve dos años en Montevideo, transmitiendo noticias de Buenos Aires pero desde Uruguay, donde la agencia estaba abierta. Después volví a la Argentina y entré en La Opinión, para pasar posteriormente a El Cronista Comercial, que en aquella época era un diario de izquierda, pese al nombre, y allí terminó mi actividad periodística. Llegó el golpe militar de 1976, el diario se vendió rápidamente, y yo me acogí al retiro voluntario. Siempre tuve esa dicotomía: o hago periodismo o escribo teatro. Prueba de ello es que la mayoría de mis obras están escritas después de 1976.

¿Qué la aportó la actividad periodística a su trabajo como dramaturgo?

El periodismo me quitó mucho tiempo de escritura teatral, pero creo que me dio síntesis, me dio orden en la narrativa. La noticia hay que contarla de mayor a menor. El periodismo me otorgó cierto orden de formación a la hora de contar una historia.

¿Ve habitualmente sus obras cuando se representan?

No.

¿Le gusta releerlas?

No, menos; me agarro cada amargura… Es verdad que a veces no tengo más remedio que verlas, sobre todo cuando se trata de gente que yo conozco, que es amiga o cuando es un grupo que me dice: «Mire, venga que le vamos a hacer un homenaje». Lo cual me hace reír porque te hacen el homenaje al

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final pero te deshomenajearon durante toda la obra. Pero bueno…, es así. Hoy, esa tendencia que existe a la desvalorización de la literatura, de la que hablábamos anteriormente, lleva a que los directores o los actores se tomen muchas licencias con el texto. Antes había un respeto mayor por el texto; hoy, aunque hay algunos directores y actores que sí lo respetan, he ido a ver una versión de una obra mía en la que —con toda naturalidad— le agregaron una escena. Lo esencial es que estaba mal agregada; si te agregan bien, te callás. Pero no era el caso: estaba mal agregada. Les dije: «Pongan versión, adaptación». De esa manera, el tipo que la ve se preguntará: ¿será así o no la obra? A los autores esto nos pasa todo el tiempo.

¿Por qué me respondió que cuando lee sus obras se agarra cada amargura…?

Siempre digo que es como reencontrarse con una novia de la juventud: vos tenés ganas de verla, saber qué fue de ella… Y cuando te encontrás con ella pasa como en el tango: estamos los dos viejos, no tenemos más nada que decir. Hay excepciones: con Yepeto, de la que escribí una segunda versión, tuve que leer de nuevo la primera. También el año que viene se reestrenará Años difíciles, que es una obra que escribí para un ciclo que organizó Carlos Carella para el teatro de los Empleados de Comercio. Éramos tres los autores convocados: Mauricio Kartun, Carlos Gorostiza y yo. Es una obra que tuvo un ciclo corto, porque era

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un poco pretenciosa desde la producción y no pudo seguir. A partir de una charla con el director Jorge Graciosi, que está reponiendo mis obras, luego de leer Años difíciles me dijo que era un poco corta, entonces trabajé sobre el texto. Pero sólo en esos casos excepcional.

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