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1 julio, 2014

¿Te acordás de Esquilo? Volvió en forma de tragifarsa

Por Carlos Andrés Puerto Vallejo

El luto le sienta a Electra. Basada en la obra Mourning Becomes Electra de Eugene O’Neill. Traducción: Patricia Zangaro. Dramaturgistas: Patricia Zangaro y Robert Sturua. Elenco: Leonor Manso / Cristina, Paola Krum / Lavinia, Héctor Bidonde / Mannon, Diego Velázquez / Orin, Nacho Gadano / Brandt, María Figueras / Hazel, Pablo Brichta / Seth, Germán Rodríguez / Peter. Coro: Alicia Muxo, Pablo Rinaldi, Abian Vainstein, Gustavo Böhm, Susana Machini, Ana Caruso, Inés Cejas, Héctor Sajón y Raúl Herrero. Coordinación de producción: María La Greca. Asistencia de dirección: Silvia Contreras. Asesora de casting: Norma Angeleri. Asistencia de iluminación: Magdalena Ripa Alsina. Asistencia de escenografía y vestuario: Laura Copertino. Asistente de dirección e intérprete del ruso: Natalia Kovaleva. Director asistente: Diego Starosta. Diseño de sonido: Ricardo Nikias, Matías Ferreyra y Mariano Iannello. Iluminación: Chango Monti. Vestuario: Renata Schussheim. Escenografía: Gabriel Caputo. Dirección: Robert Sturua. Funciones de miércoles a sábados, 20:30, domingos, 19:30. Localidades: Platea: $ 100, miércoles, día popular: $ 45. Duración:120 minutos (aproximado). Ubicación: Sala Casacuberta, Teatro San Martín, Av. Corrientes 1530.

Los crímenes pasionales y los de sangre, la hija enfrentada a su madre por causa de un hombre, el bastardo que fragua su venganza durante años son todos elementos típicos del culebrón contemporáneo, de la telenovela de la tarde, ese producto repleto de estereotipos y lugares comunes, de llanto exagerado y de sentimientos afectados, promovido por la pujante industria lacrimógena hispanoamericana (mexicana por antonomasia) que inunda las pantallas de este y de otros continentes. La fuente más pura y noble de la que se nutre es, quizá, la tragedia griega, la cual sigue influyendo en el drama actual, tanto en su vertiente más elitista como en sus producciones más populares, destinadas a llenar las tardes de millones de amas de casa y empleadas domésticas.

Entre la tragedia griega y la telenovela de la tarde, matizada con algo del drama brechtiano, se debate la puesta en escena de El luto le sienta a Electra, dirigida por el georgiano Robert Sturua en el teatro San Martín. La obra es una adaptación del drama Mourning Becomes Electra, obra de Eugene O’Neill, a su vez inspirada en la Orestíada de Esquilo, aquella tragedia que contaba en tres partes el regreso de Agamenón al hogar después de la guerra; su muerte a manos de su esposa Clitemnestra y de su amante Egisto; la muerte de este y de la pérfida esposa a manos de Orestes y de Electra, hijos de Agamenón y Clitemnestra, y, por último, el juicio a Orestes, protegido de Apolo, frente a las Euménides, que fungen como la parte fiscal por el delito de matricidio.

La obra de O’Neill, construida de manera análoga en tres partes, usa como telón de fondo la posguerra de Secesión de 1865 en Estados Unidos. En la primera parte, el general Mannon vuelve como héroe al hogar para encontrarse con un destino similar al de Agamenón: morir asesinado por su esposa y el amante de esta, un capitán, hijo bastardo del tío de Mannon, quien ha fraguado su venganza durante años. En la segunda, los hijos de la señora Mannon hacen las veces de Orestes y Electra, vengan a su padre con la muerte del amante, lo que provoca la locura de la señora Mannon y su subsecuente suicidio. La tercera parte, la más distinta a la tragedia griega, muestra el suicidio del hijo del general, enloquecido ante el fantasma de su madre, y el celibato y enclaustramiento voluntario de la hija en una casa-tumba de la que no saldrá jamás, con el fin de expiar los crímenes de la dinastía Mannon.

La obra presentada en el San Martín conserva algunos elementos de O’Neill, desecha otros y suma algunos nuevos. Las núcleos narrativos del drama original se mantienen, con una tercera parte bastante recortada. La dinastía Mannon conserva el protagonismo, sin embargo, los nombres de los personajes desaparecen (con excepción de Seth, sirviente de los Mannon) para identificarse apenas por relaciones de rango y parentesco: el general, el capitán, la esposa, la hija, el hijo, la novia, el amigo. El parecido madre-hija (Leonor Manso y Paola Krum), que era de relativa importancia en el drama original, es remplazado por un abierto contraste visual entre ambas actrices. El telón de fondo es una posguerra cualquiera, abstracta y universal, aquí nadie lleva el uniforme tradicional de la Unión Americana, el bando de los abolicionistas, tampoco nadie se lamenta por la muerte de Abraham Lincoln. En juego con esta abstracción de la guerra y de los personajes, de apostar por lo genérico en vez de lo particular, la casa-tumba de los Mannon desaparece para dar lugar a una escenografía minimalista y abstracta en la que aparecen tres cubos (haciendo eco, quizá, de la división tripartita de la obra) que servirán de asiento, mesita de luz o colchón de lágrimas, según el caso. Unas flores aquí y allá adornan por momentos la blancura del piso, recordando el carácter sepulcral de la casa. Un andamio de fondo, completamente desnudo, será el soporte del coro de vagabundos, coro que implica una regresión a la tragedia griega misma y que está ausente en la obra de O’Neill.

En las actuaciones, la afectación y el llanto exagerado están a la orden del día, pero, a diferencia del culebrón, están sagazmente matizados con pinceladas de parodia, especialmente, en la figura de Seth, que hace la veces de corifeo, presentador y lector de la obra representada, con lo que rompe la cuarta pared al dirigirse de manera constante al público. Los actores le hacen saber al espectador que son actores y le interpelan, al igual que Seth, de manera cómplice. Así, antes de que sus ejecuciones caigan en el ridículo, son ellas mismas ridiculizadas en un gesto autoconsciente: después del llanto exagerado de la señora Mannon, esta se dirige a las gradas con un ánimo recobrado, demostrando que lo que acaba de hacer es solo una farsa. De igual forma, el general muerto se levanta de la tumba para corregir al coro, o el capitán asesinado, antes de desaparecer tras bambalinas, vuelve a la vida por unos segundos para exigir el aplauso.

La música de Giya Kanchelli (georgiano como Sturua), minimalista y espectral, crea una atmósfera desoladora que refuerza las actuaciones y se convierte en vehículo que transmite al espectador el conflicto interno que viven los personajes, cuyas pulsiones oscilan entre el erotismo, los celos, el asesinato y el incesto. Esta banda sonora es, tal vez, el lado más serio de una tragifarsa, como la ha definido Sturua, que busca robar una sonrisa a su público para después verlo horrorizado por eso mismo que lo hizo reír.