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15 septiembre, 2011

Paseo por el viejo Berisso.

Por Rafael Giménez

 

En la esquina de Montevideo y Nueva York, junto al río verde y frondoso, los bustos de Perón y Evita, inmaculados, brillantes, dan inicio a la calle más melancólica que pueda encontrarse en la ciudad de Berisso, la localidad portuaria vecina a La Plata. El sol del mediodía rebota en la cabeza del General, emitiendo un destello dorado. En la vereda de enfrente, bajo un árbol, un perro sucio me guiña el ojo y comienza a caminar. Interpreto que debo seguirlo, y retrocedemos una década en cada cuadra.

En esta calle de conventillos e industrias cerradas, basta con avanzar unos cuantos pasos para encontrarse con una cantidad chocante de símbolos, casi clichés, que evocan a cada paso la Argentina de la primera mitad del siglo XX. No se puede escapar, en la Nueva York, de la típica postal latinoamericana del floreciente puerto industrial en decadencia.

Una quietud de siesta invade el barrio. El empedrado irregular, los perros a la sombra, la chica llenando baldes de colores, el farolito torcido, los balcones ruinosos, las paredes de chapa, el viejo en la ventana. Todo parece estar ahí en perfecta composición. Como si un paisajista triste hubiese ordenado a las personas dónde ubicarse y qué hacer.

Pero la gente no está ahí para el entretenimiento del turista ni para cumplir un rol estético. Los vecinos de la calle Nueva York son lo que queda de una comunidad obrera de 15.000 inmigrantes que creció nutriendo de mano de obra barata e incansable a los frigoríficos Swift y Armor, además de los que abrieron a fuerza de pala los canales del puerto de La Plata, a donde arribaron marineros, estibadores y demás trabajadores portuarios.

Pese a que las casas, así como lo que fueron las fábricas, se caen sobre sí mismas, la gente todavía vive y al vivir se mueve. Frente a mí pasa una viejita cargando una bolsa con unas pocas compras. Lleva de la mano a una niña que, a su vez, arrastra una mochila rosa con rueditas que se destrozan contra la vereda. Avanzan despacito bajo el sol implacable.

Las sigo una cuadra y cruzo la calle. Hay un terreno baldío seco y pedregoso. Contiene un arco de fútbol sin red contra un paredón rojo, y un tobogán verde junto a una muralla de chapas amarillas, grises y rojas. En la pared opuesta hay pintadas imágenes y consignas de rebelión y resistencia: «el Che vive en la lucha» y «Patria o Muerte».

Hace 80 años (en un tiempo que parece más remoto de lo que en realidad es), las doce manzanas cuya espina dorsal es la Nueva York estaban llenas de casas de inquilinato, cafés, restaurantes, casas de juego y demás establecimientos que satisfacían las necesidades, los gustos y los vicios de marineros y viajeros que desembarcaban en el puerto de La Plata. Por su ambiente cosmopolita y nocturno, se la comparó con la avenida Corrientes. Cuesta hoy imaginar ese esplendor.

De la Mansión de Obreros, construida en 1920, queda poco más que la fachada. El Hogar Social está cerrado y se cae a pedazos. Los balcones se derrumban y los techos crujen. Sólo quedan la gente, las casas viejas y los perros.

Desde los frigoríficos de la Nueva York, salió una multitud de obreros que el 17 de octubre marchó a Plaza de Mayo. 10.000 obreros partieron de Berisso a exigir la libertad de Perón.

Pero hoy en la calle Nueva York no hay trabajo. El cine fue demolido, y los frigoríficos son enormes ruinas (el último cerró en 1983) donde los pibes se resguardan del sol para tomar una cerveza, fumar un porro o sólo pasar el rato. La gente, eventualmente, se fue yendo del barrio. En la década del treinta, había más de 120 negocios en estas cuadras. Hoy sólo funcionan un puñado de kioscos y un par de bares sin clientes.

Rubén y el bar inglés

El bar Anglo-Argentino de Dawson, abierto en 1918, está enclavado en una esquina cuadrada de paredes altas y grises. Fundado por Tomás Guillermo Dawson, de familia irlandesa, el bar se convertiría, hacia los años veinte y treinta, en el centro de la vida social de la calle Nueva York.

La primera vez que entré al Dawson, abrí la puerta sin conocer el lugar ni su historia ni nada. Del techo colgaban, amenazantes, un ventilador veterano y unos tubos fluorescentes mortecinos. Había cerca de una docena de mesas, pero sólo dos estaban ocupadas. En una estaba Rubén Omar Salerno, y en la de al lado dos gatos que se mataban a besos. Rubén fue quien, junto a su señora, Remigia, reabrió las persianas del Dawson en 1995, en un esfuerzo romántico por preservarlo de la ruina y el olvido.

Si un caballero de 1932 entrara al Dawson hoy, vería algunos cambios. La imagen de Evita, el póster del Che, el perro viejo rendido al frescor de las baldosas y la radio de tango sonando en un equipo hecho en Taiwán.

Remigia me trajo una cerveza tibia y me ofreció un plato del guiso que estaban comiendo su marido y ella. Casi sin ganas, casi por cortesía, me contaron la historia.

En un principio, el Dawson era un bar de «gente bien», frecuentado por los directivos de los frigoríficos. Allí no entraba un «morocho». Los vidrios del bar, sobrevivientes ilustres, fueron traídos de Inglaterra, al igual que los adoquines de la calle Nueva York.

Rubén lustraba botas en la puerta y sólo podía ver lo que pasaba dentro cuando se abría la puerta. Con el tiempo, se fue «popularizando» un poco, y Rubén pudo llevar a su primera novia a tomar un café. Cuando se jubiló del frigorífico, decidió alquilarlo y reabrirlo para que no se viniera abajo. Toda su vida giró en torno a esa esquina vieja y cargada de historias.

Cuando regenteaba Tomás Dawson, su fundador, «las chicas que fumaban» se instalaban en la mesita que está en el pequeño entrepiso, sobre la barra maciza, lista para atender a una enorme multitud que nunca se presenta. No se oye ni se ve el viejo piano que entretenía a esa clientela enérgica que hablaba mil lenguas.

Toda la tristeza y el abandono de la calle Nueva York, de Berisso y de la clase obrera se concentran en esa esquina, en la resistencia tenaz de este cansado matrimonio de ancianos, que esperó en vano la tan anunciada puesta en valor de la calle Nueva York, que traería trabajo y turismo, y que hasta ahora no es más que otro sueño roto escurriéndose entre los adoquines.

Hora de la siesta. A Rubén se le cerraban los ojos viendo Bonanza por el canal Retro, de pie, contra la barra. Esquivo un perro centenario que duerme ciegamente en la puerta y enfilo hacia el nuevo Berisso, el que se extiende a espaldas del puerto, de la Nueva York y del río.

La música de western me acompañaba mientras dejaba atrás el Dawson. Pasaba junto al Hogar Social cuando pensé en la época de esplendor de este lugar, en el imaginario de los inmigrantes que llegaron e hicieron Berisso. Pensé en el peronismo, en la clase obrera y en los sueños de los trabajadores nativos e inmigrantes que construyeron y dieron vida a estas costas, y cuya descendencia hoy pasa el tiempo en la esquina, sin nada que hacer, entre persianas bajas y balcones vencidos.

Hubo un ideal de cambio y de superación en otro tiempo en este lugar. Se creía en el progreso del país y el de sus habitantes. La gente soportó muchos pesares persiguiendo la esperanza de un futuro mejor.

Rubén falleció en febrero de 2011, y Remigia abrió sola las persianas del Dawson tan solo unas cuantas veces más. La última vez que fui, me dijo que se iba, que ya no tenía sentido sin Rubén. Los dos tenían un sueño: que la Nueva York recuperase su gloria, que hubiera inversión estatal, convertirla en un paseo al estilo de Caminito, en un museo vivo de la inmigración y el trabajo. Después de todo, Berisso es la Capital Provincial del Inmigrante.

Pero nada de eso sucedió y, si ha de suceder, no será a tiempo para ver recompensados los esfuerzos de Rubén y de Remigia.

Una fea sensación de resignación me deja ese último encuentro en el Dawson, una sensación que también percibo en los pibes de la esquina y en la mirada del busto de Perón, como un reproche lejano, la promesa incumplida de la prosperidad. Qué sentimiento pesado, qué espeso río de melancolía que es la calle Nueva York. No sé qué encontraré cuando vuelva al Dawson. Quizás un centro cultural, quizás otro viejo y dolido tango.

Adiós, perro, te dejo descansando a la sombra del árbol, junto al General.

En fin, todo pasó, ya no me queda más nada, pero llevo aquí clavada como una garra, como una herida, toda la policromía de este barrio de arrabal, de haber tenido la gloria de compartir el amor noble y decente de esas razas proletarias que le dieron la grandeza, el progreso, ese no sé qué, ese hechizo, esa idiosincrasia tan particular, tan suyo, a mi querido Berisso.

Por eso hoy, viejo y jugado como cero a la izquierda, acomodándome para mi último viaje hacia la nada con el chamullo cansino y fulero, tan solo decirles quiero, pero eso sí con honor, que viví en un conventillo, ¡carajo!, de la calle Nueva York.

Rubén Salerno

(1933-2011)

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